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En el mismo instante le pareció al muchacho que le apretaba la mano:
–¡Me ha apretado la mano! –exclamó.
El médico permaneció un momento inclinado hacia el enfermo. Cuando se
irguió de nuevo, la hermana descolgó un crucifijo de la pared.
–¿Ha muerto? –preguntó el muchacho.
–Vete, hijo mío –dijo el médico–. ¡Tu santa obra ha concluido! Vete, y que
tengas suerte, que bien la mereces. ¡Dios te protegerá…! ¡Adiós!

