Page 53 - La muerte de Artemio Cruz
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Igual que durante su primer encuentro, él corrió la mano hacia la palma de ella y
                  volvió a tocar una carne sin emoción. Tomó las riendas y ella se sentó a su lado y abrió
                  la sombrilla azul, sin dirigir la mirada a su esposo.
                      —Cuiden al niño.
                      «He dividido mi vida en noche y día, como para satisfacer a las dos razones. ¿Por
                  qué no puedo escoger una sola, Dios mío?»
                      Él miró fijamente hacia el oriente. La tierra del maíz, surcada por hilos de agua que
                  los campesinos canalizaban, con las manos, hacia los sembradíos jóvenes, protegiendo
                  los montículos donde se escondía la semilla, pasó a lo largo del camino. Los gavilanes
                  planeaban  a  lo  lejos:  emergieron  los  cetros  verdes  de  los  magueyes;  los  machetes
                  trabajaban cortando incisiones en los troncos: era savia. Sólo el gavilán, desde lo alto,
                  podía  distinguir  la  mancha  húmeda  y  feraz  que  rodeaba  los  cascos  de  las  tierras  del
                  nuevo señor, que fueron antiguas tierras de Bernal, Labastida y Pizarro.
                      «Sí: él me quiere, debe quererme.»
                      La saliva plateada de los riachuelos se agotaba pronto y la excepción cedía su lugar
                  a  la  regla:  el  llano  calizo  de  los  magueyes.  Al  paso  de  la  calesa,  los  trabajadores
                  abandonaron machetes y azadones, los arrieros chicotearon a los borricos: las nubes de
                  polvo se levantaron sobre otra tierra, seca sin transición. Adelante de la calesa, como un
                  enjambre negro, iba la procesión religiosa que no tardaron en alcanzar.
                      «Debía darle todas las razones para que me quisiera. ¿No me halaga su pasión por
                  mí? ¿No me halagan sus palabras de amor, su osadía, las pruebas de su placer? Aun así.
                  Aun embarazada, no me deja. Sí, sí me halagan.»
                      El lento avance de los peregrinos los detuvo: niños vestidos con túnicas blancas de
                  filetes  dorados,  a  veces  con  halos  de  papel  plateado  y  alambre  temblando  sobre  las
                  cabezas  negras,  tomados  de  las  manos  de  las  mujeres  enrebozadas,  pómulos  rojos  y
                  miradas de vidrio, que se santiguaban y murmuraban las letanías antiguas: de rodillas,
                  con  los  pies  desnudos  y  las  manos  encadenadas  a  los  rosarios:  quiénes  detenían  al
                  hombre de piernas llagadas que iba a cumplir la manda, quiénes azotaban al pecador
                  que recibía con gozo los cordelazos sobre la espalda desnuda y la cintura ceñida  con
                  pencas  espinosas: las coronas de espina abrían heridas sobre las frentes morenas, los
                  escapularios de nopal sobre los pechos lampiños: los murmullos en lengua indígena no
                  se  levantaban  más  allá  del  ras  de  tierra  punteada  de  gotas  rojas  que  los  pies  lentos
                  aplanaban y en seguida ocultaban: pies de costra dura, encallecidos, acostumbrados a
                  llevar esa segunda capa de piel lodosa. La calesa no avanzaba.
                      «¿Por qué no sé aceptar todo eso sin algo extraño en mi corazón, sin una reserva?
                  Quiero entenderlo como la demostración de que él no puede resistir el atractivo de mi
                  cuerpo y sólo puedo entenderlo como una prueba de que lo he sometido, de que puedo
                  arrancarle todas las noches ese amor y al día siguiente despreciarlo con mi frialdad y
                  lejanía. ¿Por qué no decidirme? ¿Por qué debo decidirme?»
                      Los enfermos apretaban los chiqueadores de cebolla contra las sienes o se dejaban
                  recorrer  por  las  ramas  santas  de  las  mujeres:  cientos,  cientos:  sólo  un  aullido  sin
                  interrupción quebraba el silencio bajo de los murmullos: aun los perros babeantes, de
                  piel sarnosa, jadeaban bajo, corriendo entre la multitud de paso lento que esperaba la
                  aparición, en la lejanía, de las torres de yeso rosado, la portada de azulejo y las cúpulas
                  de mosaico amarillo. Los guajes subían a los labios delgados de los penitentes y por los
                  mentones  escurría  la  flema  espesa  del  pulque.  Ojos  en  blanco,  agusanados;  rostros
                  manchados por la tiña; cabezas rapadas de los niños enfermos; narices picadas por la
                  viruela; cejas borradas por la sífilis: la marca del conquistador en los cuerpos de los
                  conquistados que avanzaban de rodillas, a gatas, a pie, hacia el santuario erigido para

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