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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           disparatadas interpretaciones que intentaba en el púlpito, apareció una tarde en la casa con el
           tazón donde preparaba las cenizas del miércoles, y trató de ungir con ellas a toda la familia para
           demostrar que se quitaban con agua. Pero el espanto de la desgracia había calado tan hondo, que
           ni la misma Fernanda se prestó al experimento, y nunca más se vio un Buendía arrodillado en el
           comulgatorio el miércoles de ceniza.
              El coronel Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad  en  mucho  tiempo.  Abandonó  la
           fabricación de pescaditos, comía a duras penas, y andaba como un sonámbulo por toda la casa,
           arrastrando la manta y masticando una cólera sorda. Al cabo de tres meses tenía  el  pelo
           ceniciento, el antiguo bigote de puntas engomadas chorreando sobre los labios sin color, pero en
           cambio sus ojos eran otra vez las dos brasas que asustaron a quienes lo vieron nacer y que en
           otro  tiempo  hacían  rodar las sillas con sólo mirarlas. En la furia de su tormento trataba
           inútilmente de provocar los presagios que guiaron su juventud por senderos de peligro hasta el
           desolado yermo de la gloria. Estaba perdido, extraviado en  una  casa  ajena  donde  ya  nada  ni
           nadie le suscitaba el menor vestigio de afecto. Una vez abrió el cuarto de Melquíades, buscando
           los  rastros  de  un  pasado anterior a la guerra, y sólo encontró los escombros, la basura, los
           montones de porquería acumulados por tantos años de abandono. En las pastas de los libros que
           nadie había vuelto a leer, en los viejos pergaminos macerados por la humedad había prosperado
           una flora lívida, y en el aire que había sido el más puro y luminoso de  la  casa  flotaba  un
           insoportable olor de recuerdos podridos. Una mañana encontró a Úrsula llorando bajo el castaño,
           en las rodillas de su esposo muerto. El coronel Aureliano Buendía era  el  único  habitante  de  la
           casa que no seguía viendo al potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie. «Saluda a
           tu padre», le dijo Úrsula. Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que
           tampoco aquel espacio vacío le suscitaba ningún afecto.

              -¿Qué dice? -preguntó.
              -Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.
              -Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.
              El presagio del padre muerto removió el último rescoldo  de  soberbia  que  le  quedaba  en  el
           corazón, pero él lo confundió con un repentino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a Úrsula
           para que le revelara en qué lugar del patio estaban enterradas las  monedas  de  oro  que
           encontraron dentro del San José de yeso. «Nunca lo sabrás -le dijo ella,  con  una  firmeza
           inspirada en un viejo escarmiento-. Un día -agregó- ha de aparecer el dueño de esa fortuna, y
           sólo  él  podrá desenterraría.» Nadie sabía por qué un hombre que siempre fue tan desprendido
           había empezado a codiciar el dinero con semejante ansiedad, y no las modestas cantidades que
           le habrían bastado para resolver una emergencia, sino una fortuna de magnitudes desatinadas
           cuya sola mención dejó sumido en un mar de  asombro  a  Aureliano  Segundo.  Los  viejos
           copartidarios a quienes acudió en demanda de ayuda, se escondieron para no recibirlo. Fue por
           esa época que se le oyó decir: «La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que
           los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho.» Sin embargo, insistió
           con tanto ahínco, suplicó de tal modo, quebrantó a tal punto sus principios de dignidad, que con
           un poco de aquí y otro poco de allá, deslizándose por todas partes con una diligencia sigilosa y
           una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho meses más dinero del que Úrsula tenía
           enterrado. Entonces visitó al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover
           la guerra total.
              En un cierto momento, el coronel Gerineldo Márquez era en verdad el único que habría podido
           mover,  aun  desde  su mecedor de paralítico, los enmohecidos hilos de la rebelión. Después del
           armisticio de Neerlandia, mientras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el exilio de sus
           pescaditos de oro, él se mantuvo en contacto con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hasta
           la  derrota.  Hizo con ellos la guerra triste de la humillación cotidiana, de las súplicas y los
           memoriales, del vuelva mañana, del ya casi, del estamos estudiando su  caso  con  la  debida
           atención; la guerra perdida sin remedio contra los muy atentos y seguros servidores que debían
           asignar y no asignaron nunca las pensiones vitalicias. La otra guerra, la sangrienta de veinte
           años, no les causó tantos estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento. El propio
           coronel Gerineldo Márquez, que escapó a tres atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso
           de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la espera y se hundió en la derrota miserable
           de la vejez, pensando en Amaranta entre los rombos de luz de una casa prestada. Los últimos
           veteranos  de  quienes  se  tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara


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