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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              -Rebeca -decía, tanteando las paredes-, ¡qué injustos hemos sido contigo!
              En la casa, sencillamente, creían que desvariaba, sobre todo desde que le dio por andar con el
           brazo derecho levantado, como el arcángel Gabriel. Fernanda se dio cuenta, sin embargo, de que
           había un sol de clarividencia en las sombras de ese desvarío, pues Úrsula podía decir sin titubeos
           cuánto dinero se había gastado en la casa durante el último  año.  Amaranta  tuvo  una  idea
           semejante cierto día en que su madre meneaba en la cocina una olla de sopa, y dijo de pronto,
           sin saber que la estaban oyendo, que el molino de maíz que le compraron a los primeros gitanos,
           y que había desaparecido desde antes de que José Arcadio le  diera  sesenta  y  cinco  veces  la
           vuelta al mundo, estaba todavía en casa de Pilar Ternera. También casi centenaria, pero entera y
           ágil a pesar de la inconcebible gordura que espantaba a los niños como en otro tiempo su risa
           espantaba a, las palomas, Pilar Ternera no se sorprendió del acierto de Úrsula, porque su propia
           experiencia  empezaba  a  indicarle  que  una  vejez alerta puede ser más atinada que las
           averiguaciones de barajas.
              Sin embargo, cuando Úrsula se dio cuenta de que no le había alcanzado  el  tiempo  para
           consolidar la vocación de José Arcadio, se dejó aturdir por la consternación. Empezó a cometer
           errores, tratando de ver con los ojos las cosas que la intuición le permitía ver con mayor claridad.
           Una mañana le echó al niño en la cabeza el contenido de  un  tintero  creyendo  que  era  agua
           florida. Ocasionó tantos tropiezos con la terquedad de intervenir en  todo,  que  se  sintió
           trastornada por ráfagas de mal humor, y trataba de quitarse las tinieblas que por fin la estaban
           enredando como un camisón de telaraña. Fue entonces cuando se le ocurrió que su torpeza no
           era la primera victoria de la decrepitud y la oscuridad, sino una falla del tiempo. Pensaba que
           antes, cuando Dios no hacía con los meses y los años las mismas trampas que hacían los turcos
           al medir una yarda de percal, las cosas eran diferentes. Ahora no sólo crecían los niños más de
           prisa, sino que hasta los sentimientos evolucionaban de otro modo. No bien Remedios, la bella,
           había subido al cielo en cuerpo y alma, y ya la desconsiderada Fernanda andaba refunfuñando en
           los rincones porque se había llevado las sábanas. No bien se habían enfriado los cuerpos de los
           Aurelianos en sus tumbas, y ya Aureliano Segundo  tenía  otra  vez  la  casa  prendida,  llena  de
           borrachos que tocaban el acordeón y se ensopaban en champaña, como si no hubieran muerto
           cristianos sino perros, y como si aquella casa de locos que  tantos  dolores  de  cabeza  y  tantos
           animalitos de caramelo había costado, estuviera predestinada a  convertirse  en  un  basurero  de
           perdición. Recordando estas cosas mientras alistaban el baúl de José Arcadio, Úrsula se
           preguntaba si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra
           encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro
           para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y  preguntando  iba  atizando  su
           propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero,
           y  de permitirse por fin un instante rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces
           aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse
           del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo
           un siglo de conformidad.
              -¡Carajo! -gritó.
              Amaranta, que empezaba a meter la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
              -¡Dónde está! -preguntó alarmada.
              -¿Qué?
              -¡El animal! -aclaró Amaranta.
              Úrsula se puso un dedo en el corazón.
              -Aquí -dijo.
              Un  jueves  a  las  dos  de  la  tarde, José Arcadio se fue al seminario. Úrsula había de evocarlo
           siempre como lo imaginó al despedirlo, lánguido y serio y sin derramar una lágrima, como ella le
           había enseñado, ahogándose de calor dentro del vestido de pana verde con botones de cobre y
           un lazo almidonado en el cuello. Dejó el comedor impregnado de la penetrante fragancia de agua
           de florida que ella le echaba en la cabeza para poder seguir su rastro en la casa. Mientras duró el
           almuerzo de despedida, la familia disimuló el nerviosismo con expresiones de júbilo, y celebró con
           exagerado entusiasmo las ocurrencias del padre Antonio Isabel. Pero cuando se llevaron el baúl
           forrado de terciopelo con esquinas de plata, fue como si hubieran sacado de la casa un ataúd. El
           único que se negó a participar en la despedida fue el coronel Aureliano Buendía.
              -Esta era la última vaina que nos faltaba -refunfuñó-: ¡un Papa!




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