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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo
           de  semanas  estériles,  llegó  a una ciudad desconocida donde todas las campanas tocaban a
           muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había descrito, reconoció de inmediato los
           muros carcomidos por la sal de los huesos, los decrépitos balcones de maderas destripadas por
           los hongos, y clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo:
           Se venden palmas fúnebres. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó
           la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las monjas cosieran el
           ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plata y la bacinilla de oro, y los
           incontables  e  inservibles  destrozos  de  una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en
           consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más tarde, cuando
           acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le echó la bendición a su hija
           volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de
           armas de la familia que habían de ser el primer contacto humano que Fernanda y su  padre
           tuvieran en toda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano
           Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.
              Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que su director espiritual
           había marcado con tinta morada las fechas de abstinencia venérea. Descontando  la  Semana
           Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los
           impedimentos cíclicos, su anuario útil quedaba reducido a 42 días desperdigados en una maraña
           de cruces moradas. Aureliano Segundo, convencido de que el tiempo echaría por tierra aquella
           alambrada hostil, prolongó la fiesta de la boda más allá del término previsto. Agotada de tanto
           mandar al basurero botellas vacías de brandy y champaña para que no congestionaran la casa, y
           al  mismo  tiempo  intrigada  de  que  los recién casados durmieran a horas distintas y en
           habitaciones separadas mientras continuaban los cohetes y la música y los sacrificios de reses,
           Úrsula recordó su propia experiencia y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón de
           castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una tragedia. Pero
           Fernanda le confesó que simplemente estaba dejando pasar dos semanas antes de permitir  el
           primer  contacto  con  su esposo. Transcurrido el término, en efecto, abrió la puerta de su dor-
           mitorio con la resignación al sacrificio con que lo hubiera hecho una  víctima  expiatoria,  y
           Aureliano Segundo vio a la mujer más bella de la tierra, con sus gloriosos ojos de animal
           asustado  y  los  largos  cabellos color de cobre extendidos en la almohada. Tan fascinado estaba
           con la visión, que tardó un instante en darse cuenta de que Fernanda se había puesto un camisón
           blanco, largo hasta los tobillos y con mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo
           primorosamente  ribeteado  a  la  altura  del vientre. Aureliano Segundo no pudo reprimir una
           explosión de risa.
              -Esto es lo más obsceno que he visto en mi vida -gritó, con una carcajada que resonó en toda
           la casa-. Me casé con una hermanita de la caridad.
              Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el camisón, se fue a hacer
           el  retrato  de  Petra  Cotes  vestida  de  reina. Más tarde, cuando logró que Fernanda regresara a
           casa, ella cedió a sus apremios en la fiebre de la reconciliación, pero no supo proporcionarle el
           reposo  con  que  él  soñaba  cuando  fue  a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios.
           Aureliano Segundo sólo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación. Una noche, poco
           antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de que su marido había vuelto en
           secreto al lecho de Petra Cotes.
              -Así es -admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación-: tuve que hacerlo, para que
           siguieran pariendo los animales.
              Le  hizo  falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino expediente, pero cuando
           por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron irrefutables, la única  promesa  que  le
           impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así
           continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas,
           Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
              El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara  a  la  familia.  En  vano  insistió
           Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que
           provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de  que  utilizara  el  baño,  o  el
           beque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la
           convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito




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