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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas,
           parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio
           siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder. Empujó con el
           hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un
           callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el
           umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la  sala  a  la
           escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en
           el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los cuales se habían apagado las
           últimas  estrellas  de  la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad.
           Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo
           estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.
              -Perdone -murmuro.
              Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de cachivaches, examinando palmo a
           palmo al gigante de espaldas cuadradas con un tatuaje de ceniza en la frente, y a través de la
           neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a
           la espalda y no sartal de conejos en la mano.
              -¡Por el amor de Dios -exclamó en voz baja-, no es justo  que  ahora  me  vengan  con  este
           recuerdo!
              -Quiero alquilar la casa -dijo Aureliano Triste.
              La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz de ceniza, y montó el
           gatillo con una determinación inapelable.
              -Váyase -ordenó.
              Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a la familia, y Úrsula lloró
           de  consternación.  «Dios  santo  -exclamó apretándose la cabeza con las manos-. ¡Todavía está
           viva!» El tiempo, las guerras, los incontables desastres cotidianos la habían hecho olvidarse de
           Rebeca. La única que no había perdido un solo  instante  la  conciencia  de  que  estaba  viva,
           pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta. Pensaba en ella al
           amanecer,  cuando el hielo del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba en ella
           cuando  se  jabonaba  los  senos marchitos y el vientre macilento, y cuando se ponía los blancos
           pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la
           terrible expiación. Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en
           los mas abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la  soledad  le  había  seleccionado  los
           recuerdos,  y  había  incinerado  los  entorpece  dores montones de basura nostálgica que la vida
           había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más
           amargos. Por ella sabia Remedios la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por
           la casa decrépita le contaba un incidente ingrato una fábula de oprobio, tratando en esa forma de
           que  su extenuante rencor fuera compartido por la sobrina, y por consiguiente prolongado más
           allá de la muerte, pero no consiguió sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de
           sentimientos  apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en cambio, que había sufrido un
           proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de impurezas, pues la
           imagen de la criatura de lástima que llevaron a la casa con el talego de huesos de sus padres
           prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano
           Segundo resolvió que había que llevarla a la casa y protegerla  pero  su  buen  propósito  fue
           frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos anos de
           sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad y  no  estaba  dispuesta  a
           renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
              En  febrero,  cuando  volvieron  los  dieciséis hijos del coronel Aureliano Buendía, todavía
           marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de Rebeca en el fragor de la parranda,
           y en medio día restauraron la apariencia de la casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron la
           fachada de colores alegres, apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no
           obtuvieron autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se asomó a
           la puerta. Dejó que terminaran la atolondrada restauración, y luego hizo un cálculo de los costos
           y les mandó con Argénida, la vieja sirvienta que seguía acompañándola, un puñado de monedas
           retiradas de la circulación desde la última guerra, y que Rebeca seguía  creyendo  útiles.  Fue
           entonces  cuando  se  supo hasta qué punto inconcebible había llegado su desvinculación con el
           mundo, y se comprendió que sería imposible rescatarla de su empecinado encierro mientras le
           quedara un aliento de vida.


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