Page 94 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho
           entusiasmo. Pero siguió comiendo mientras hablaba, saboreando, masticando, más bien con dis-
           tracción de sabio que con deleite de buen comedor, y al terminar el primer racimo suplicó que le
           llevaran otro. Entonces sacó de la caja de herramientas que siempre llevaba consigo un pequeño
           estuche de aparatos ópticos. Con la incrédula atención de un comprador de diamantes examinó
           meticulosamente un banano seccionando sus partes con un estilete especial, pesándolas en un
           granatorio de farmacéutico y calculando su envergadura con un calibrador de armero. Luego sacó
           de la caja una serie de instrumentos con los cuales midió la temperatura, el grado de humedad
           de la atmósfera y la intensidad de la luz. Fue una ceremonia  tan  intrigante,  que  nadie  comió
           tranquilo esperando que míster Herbert emitiera por fin un juicio revelador, pero no dijo nada que
           permitiera vislumbrar sus intenciones.
              En  los  días siguientes se le vio con una malta y una canastilla cazando mariposas en los
           alrededores del pueblo. El miércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónomos,  hidrólogos,
           topógrafos  y  agrimensores que durante varias semanas exploraron los mismos lugares donde
           míster Herbert cazaba mariposas. Más tarde llegó el señor Jack Brown en un vagón suplementario
           que engancharon en la cola del tren amarillo, y que era todo laminado de plata, con poltronas de
           terciopelo episcopal y techo de vidrios azules. En el vagón  especial  llegaron  también,  revolo-
           teando en torno al señor Brown, los solemnes abogados  vestidos  de  negro  que  en  otra  época
           siguieron  por  todas  partes al coronel Aureliano Buendía, y esto hizo pensar a la gente que los
           agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores, así como míster Herbert  con  sus  globos
           cautivos y sus mariposas de colores, y el señor Brown con su  mausoleo  rodante  y  sus  feroces
           perros alemanes, tenían algo que ver con la guerra. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para
           pensarlo, porque los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban  a  preguntarse  qué
           cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el  pueblo  se  había  transformado  en  un
           campamento de casas de madera con techos de cinc, poblado por  forasteros  que  llegaban  de
           medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y  plataformas,  sino  hasta  en  el  techo  de  los
           vagones. Los gringos, que después llevaron mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes
           sombreros  de  gasa,  hicieron  un  pueblo  aparte  al otro lado de la línea del tren, con calles
           bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y
           ventiladores  de  aspas  colgados  en  el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y
           codornices. El sector estaba cercado por una malta  metálica,  como  un  gigantesco  gallinero
           electrificado que en los frescos meses del verano amanecía negro de golondrinas achicharradas.
           Nadie  sabía  aún  qué  era  lo  que  buscaban, o si en verdad no eran más que filántropos, y ya
           habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más perturbador que el de los antiguos gitanos,
           pero menos transitorio y comprensible. Dotados de recursos que en otra época estuvieron
           reservados a la Divina Providencia modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las
           cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus
           corrientes hela das en el otro extremo de la población, detrás del cementerio. Fue en esa ocasión
           cuando construyeron una fortaleza de hormigón sobre la descolorida tumba de José Arcadio, para
           que el olor a pólvora del cadáver no contaminara las aguas. Para los forasteros que llegaban sin
           amor, convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el
           otro, y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras
           babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, y provistas  de  toda  clase  de  ungüentos  y
           dispositivos para estimular a los inermes despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a
           los modestos escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios La  Calle  de  los  Turcos,
           enriquecida  con  luminosos  almacenes  de ultra marinos que desplazaron los viejos bazares de
           colorines  bordoneaba  la  noche  del  sábado con las muchedumbres de aventureros que se
           atropellaban entre las mesas de suerte y azar los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde
           se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que
           amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran de borrachos
           felices y casi siempre de curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de
           la pelotera. Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue im-
           posible caminar por la calle con el estorbo de los muebles y los baúles, y el trajín de carpintería
           de quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado sin permiso de nadie, y el escándalo de
           las  parejas  que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a
           pleno  día y a la vista de todo el mundo. El único rincón de serenidad fue establecido por los
           pacíficos negros antillanos que construyeron una calle marginal, con casas de madera  sobre


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