Page 19 - La muerte de Artemio Cruz
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que ambas son bastante ciegas e impotentes. Aunque alguna diferencia debe de haber...
                  ¿no cree usted? En fin...
                      Él no perdía de vista los ojos ambarinos del anciano, demasiado resueltos a crear un
                  ambiente de cordialidad, demasiado seguros detrás de la máscara de dulzura paternal.
                  Quizás  esos  movimientos  señoriales  de  las  manos,  esa  nobleza  fija  del  perfil  y  del
                  mentón barbado, esa inclinación atenta de la cabeza, eran naturales. Él pensó que, no
                  obstante, aun la naturalidad puede fingirse; a veces, la máscara disimula demasiado bien
                  los  gestos  de  un  rostro  que  no  existe  fuera  o  debajo  de  ella.  Y  la  máscara  de  don
                  Gamaliel  se  parecía  tanto  a  su  verdadero  rostro,  que  inquietaba  pensar  en  la  línea
                  divisoria, en la sombra impalpable que podría separarlos: lo pensó y también que algún
                  día podría decírselo al viejo sin tapujos.
                      Sonaron a un tiempo todos los relojes de la casa y el viejo se incorporó a encender
                  la  lámpara  de  acetileno  posada  sobre  el  escritorio  de  cortina.  Lentamente,  levantó  la
                  cortina y manoseó algunos papeles. Tomó uno entre las manos y dio media vuelta hacia
                  la  butaca  del  recién  llegado.  Sonrió,  frunció  el  ceño  y  volvió  a  sonreír  mientras
                  depositaba  ese  papel  encima  de  los  demás.  Se  llevó,  con  gracia,  el  dedo  índice  a  la
                  oreja: un perro ladraba y arañaba con las patas al otro lado de la puerta.
                      Él aprovechó que el viejo le daba la espalda para descargar la interrogación oculta.
                  Ni un solo rasgo del señor Bernal rompía la armónica nobleza del conjunto: visto de
                  espaldas, caminaba con elegancia y rectitud: el pelo blanco, un poco suelto, coronaba al
                  anciano que se dirigía a la puerta. Era inquietante —se inquietó al pensarlo otra vez—;
                  era demasiado perfecto. Posiblemente, su cortesía no era sino la compañera natural de
                  su ingenuidad. El pensamiento le molestó: el viejo caminaba con pasos lentos hacia la
                  puerta, el perro ladraba: la lucha sería demasiado fácil, carecería de sabor. ¿Pero si, en
                  cambio, la amabilidad disfrazaba la astucia del viejo?
                      Cuando el vaivén erguido de la levita se detuvo y la mano blanca acarició la perilla
                  de cobre de la puerta, don Gamaliel lo miró sobre el hombro, con esos ojos ambarinos, y
                  con la mano libre se acarició la barba. La mirada parecía comprender los pensamientos
                  del  desconocido  y  la  sonrisa,  ligeramente  torcida,  imitaba  la  de  un  prestidigitador  a
                  punto de descubrir la suerte inesperada. Si en el gesto del viejo el desconocido pudo
                  entender  y  aceptar  una  invitación  a  la  complicidad  silenciosa,  el  movimiento  de  don
                  Gamaliel fue tan elegante, tan solapado, que no le dio al cómplice la oportunidad de
                  devolver la mirada y sellar el pacto tácito.
                      La noche había caído y la luz incierta de la lámpara destacaba, apenas, los lomos
                  dorados de los libros y las grecas de plata en el papel del tapiz, que cubría los muros de
                  la biblioteca. Al abrirse la puerta, él recordó el largo chorizo de salas que se sucedían
                  desde el zaguán principal de la vieja casa poblana hasta la biblioteca, abriéndose, pieza
                  tras pieza, sobre el patio de esmaltes y azulejos. El mastín saltó con alegría y lamió la
                  mano del amo. Detrás del perro, apareció la muchacha vestida de blanco, un blanco que
                  contrastaba con la luz nocturna que se prolongaba detrás de ella.
                      Se detuvo un instante en el umbral, mientras el perro saltaba hacia el desconocido y
                  le olfateaba pies y manos. El señor Bernal, riendo, lo tomó del collar de cuero rojo y
                  murmuró  alguna  excusa.  Él  no  la  entendió.  De  pie,  abotonándose  el  saco  con  los
                  movimientos  precisos  de  la  vida  militar,  alisándolo  como  si  aún  vistiera  túnica  de
                  campaña, permaneció inmóvil ante la belleza de esa joven que no traspasaba el marco
                  de la puerta.
                      —Mi hija Catalina.
                      No se movió. El pelo liso y castaño que caía sobre el cuello largo, caliente —desde
                  lejos pudo ver el lustre de la nuca—, los ojos a un tiempo duros y líquidos, con una

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