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En aquellos tiempos, cuando el mundo estaba lleno de portentos y maravillas, había
un gigante llamado Anteo, y un pueblo, o mejor dicho un Estado, de hasta un millón de
ciudadanos chiquirritines, del tamaño de un palmo y que se llamaban Pigmeos. Este
gigante, y estos pigmeos, hijos todos de la misma madre, nuestra abuela Tierra, vivían
juntos y en santa paz como buenos hermanos, muy lejos, lejísimos de nosotros, allá en
el centro tórrido del África. Y como los pigmeos eran tan diminutos, y había tan dilatados
desiertos de arena, y tan escarpadas y ásperas montañas entre ellos y el resto de la especie
humana, y entonces no se conocían carreteras ni telégrafos, apenas se sabía de ellos por
los cuentos de algún viajero que se aventuraba cada siglo hasta la comarca que habitaban.
Por lo que hace al gigante, su estatura colosal podía divisarse a cinco leguas; distancia
respetable que aconsejaban la perspectiva y la prudencia al propio tiempo.
En cambio, si la nación pigmea producía, pongo por caso, un ciudadano de seis u ocho
pulgadas, desde luego se le clasificaba entre los hombres más grandes que se hubieran
conocido, y así era cosa digna de ver y por extremo interesante sus pueblos, y las calles

