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Como gustaban mucho de su trato los pigmeos, a cada momento, alzando la voz cuanto
podían y ahuecándosela con las manos, le gritaban:

     —¡Hola! hermano Anteo, ¿cómo te va por ahí arriba?
     Y cuando, por casualidad, llegaban hasta él sus vocecitas, les contestaba:
     —Vamos pasando, hermano; vamos pasando—. Inútil será decir que el estruendo que
producían sus palabras era semejante al de la tempestad.
     Afortunadamente para aquel pueblo tan débil, Anteo alimentaba respecto de él en su
corazón la más tierna simpatía y benévola amistad; y digo por fortuna, porque de no ser
así, como tenía el gigante en su dedo meñique más fuerza que toda la nación reunida,
si hubiera sido para con los pigmeos tan malo como lo era para con los demás, habría
podido destruir de un puntapié su importante capital. ¿Y cómo no? ¡Si sólo con soplar un
poco fuerte le hubiera bastado para destejar sus casas y arrastrar a enormes distancias a
sus pobladores, del propio modo que si fuesen plumas! ¡Supongamos por un momento
que, de propósito o inadvertidamente, hubiese puesto un día la planta de su pie tremendo
y descomunal sobre una multitud de pigmeos, y consideremos después el espectáculo
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