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Los sin nombre: 30                                                   Ramsey Campbell

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               La subasta de la novela de Gregory duró dos días y,

            cuando terminó, Barbara tenía la impresión de que no

            existía nada más que su suite en el Algonquin, el dibujo


            de Thurber de una mujer grande y gorda agachándose

            sobre una víctima diminuta, la vista monocromática de

            la  calle  44  Oeste  desde  la  bahía  victoriana  y  aquel


            armario que parecía lo bastante grande para esconder

            a Woollcott, Benchley, Dorothy Parker y al resto de los

            escritores  de  principios  de  siglo.  Llamó  a  Paul  para


            decirle  que  la  puja  había  sido  millonaria,  pero  solo

            consiguió  hablar  con  Sybil,  que  se  mostró


            entusiasmada muy a su pesar.

               Después  de  la  subasta  fue  incapaz  de  relajarse.

            Tendría que haber celebrado una fiesta en su suite (lo


            había  hecho  la  última  vez  y  su  cama  había

            desaparecido  al  instante),  pero  estaba  demasiado


            ocupada              reuniéndose                con        los       editores            para

            promocionar la novela de Newton‐Brown. Entre una

            reunión  y  otra  intentaba  pasear.  Coros  invisibles


            cantaban  música  de  Schoenberg  en  Bryant  Park,  los

            escaparates de las joyerías de la 47 Este brillaban como

            si aún se estuvieran cristalizando y los reflejos de los


            rascacielos  se  hundían  y  fundían  en  la  gigantesca  y

            curvada  pendiente  del  Edificio  Monsanto.  Barbara






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