Page 132 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           ruedas y el cobertizo estaba a punto de desbaratarse. Los chorros de agua triste que caían sobre
           el ataúd iban ensopando la bandera que le habían puesto  encima,  y  que  era  en  realidad  la
           bandera sucia de sangre y de pólvora, repudiada por los veteranos más dignos. Sobre el ataúd
           habían puesto también el sable con borlas de cobre y seda, el mismo que el coronel Gerineldo
           Márquez colgaba en la percha de la sala para entrar inerme al costurero de Amaranta. Detrás de
           la carreta, algunos descalzos y todos con los pantalones a media pierna, chapaleaban en el fango
           los últimos sobrevivientes de la capitulación de Neerlandia, llevando en una mano el bastón de
           carreto y en la otra una corona de flores de papel descoloridas por la lluvia. Aparecieron como
           una visión irreal en la calle que todavía llevaba el nombre del coronel Aureliano Buendía, y todos
           miraron la casa al pasar, y doblaron por la esquina de la plaza, donde tuvieron que pedir ayuda
           para sacar la carreta atascada. Úrsula se había hecho llevar a la puerta por Santa Sofía  de  la
           Piedad.  Siguió con tanta atención las peripecias del entierro que nadie dudó de que lo estaba
           viendo, sobre todo porque su alzada mano de arcángel anunciador se movía con los cabeceos de
           la carreta.
              -Adiós,  Gerineldo,  hijo  mío  -grité-.  Salúdame  a mi gente y dile que nos vemos cuando
           escampe.
              Aureliano Segundo la ayudé a volver a la cama, y con la misma informalidad con  que  la
           trataba siempre le preguntó el significado de su despedida.
              -Es verdad -dijo ella-. Nada más estoy esperando que pase la lluvia para morirme,
              El estado de las calles alarmó a Aureliano Segundo. Tardíamente preocupado por la suerte de
           sus animales, se echó encima un lienzo encerado y fue a casa de Petra Cotes. La encontró en el
           patio,  con  el  agua  a  la  cintura, tratando de desencallar el cadáver de un caballo. Aureliano
           Segundo la ayudé con una tranca, y el enorme cuerpo tumefactos dio una vuelta de campana y
           fue arrastrado por el torrente de barro líquido. Desde que empezó la lluvia, Petra Cotes no había
           hecho más que desembarazar su patio de animales muertos. En las primeras semanas le mandó
           recados a Aureliano Segundo para que tomara providencias urgentes, y él había contestado que
           no había prisa, que la situación no era alarmante, que ya se pensaría en algo cuando escampara.
           Le  mandé  a  decir  que  los  potreros se estaban inundando, que el ganado se fugaba hacia las
           tierras altas donde no había qué comer, y que estaban a merced del tigre y la peste. «No hay
           nada que hacer -le contestó Aureliano Segundo-. Ya nacerán otros cuando escampe.» Petra Cotes
           los había visto morir a racimadas, y apenas si se daba abasto para  destazar  a  los  que  se
           quedaban  atollados. Vio con una impotencia sorda cómo el diluvio fue exterminando sin
           misericordia una fortuna que en un tiempo se tuvo como la más grande y sólida de Macondo, y
           de  la cual no quedaba sino la pestilencia. Cuando Aureliano Segundo decidió ir a ver lo que
           pasaba,  sólo  encontró  el  cadáver  del  caballo,  y una muía escuálida entre los escombros de la
           caballeriza.  Petra  Cotes  lo  vio llegar sin sorpresa, sin alegría ni resentimiento, y apenas se
           permitió una sonrisa irónica.
              -¡A buena hora! -dijo.
              Estaba envejecida, en los puros huesos, y sus lanceolados ojos de animal carnívoro se habían
           vuelto tristes y mansos de tanto mirar la lluvia. Aureliano Segundo se quedó más de tres meses
           en su casa, no porque entonces se sintiera mejor allí que en la de su familia, sino porque necesité
           todo ese tiempo para tomar la decisión de echarse otra vez encima el pedazo de lienzo encerado.
           «No hay prisa -dijo, como había dicho en la otra casa-. Esperemos que escampe en las próximas
           horas.» En el curso de la primera semana se fue acostumbrando a los desgastes que habían
           hecho  el  tiempo  y  la lluvia en la salud de su concubina, y poco a poco fue viéndola como era
           antes, acordándose de sus desafueros jubilosos y de la fecundidad de delirio que  su  amor
           provocaba en los animales, y en parte por amor y en parte por interés, una noche de la segunda
           semana la despertó con caricias apremiantes. Petra Cotes no reaccionó. «Duerme tranquilo  -
           murmuró-. Ya los tiempos no están para estas cosas.» Aureliano Segundo se vio a sí mismo en
           los espejos del techo, vio la espina dorsal de Petra Cotos como una hilera de carretes ensartados
           en un mazo de nervios marchitos, y comprendió que ella tenía razón, no por los tiempos, sino por
           ellos mismos, que ya no estaban para esas cosas.
              Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino
           todos  los  habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para morirse. Los había
           visto  al  pasar,  sentados en las salas con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo
           transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin desbravar, porque era inútil dividirlo  en  meses  y
           años, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada más que contemplar la lluvia. Los niños


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