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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           las  doncellas  en  barcas  cargadas  de rosas, los espejos de marcos dorados, y todo cuanto era
           rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventé en el
           centro del patio con una explosión profunda. Luego se lavé las manos, se echó encima el lienzo
           encerado, y antes de medianoche volvió con unos tiesos colgajos de carne salada, varios sacos de
           arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos de plátanos. Desde entonces no volvieron
           a faltar las cosas de comer.
              Amaranta Úrsula y el pequeño Aureliano habían de recordar el diluvio como una época feliz. A
           pesar  del  rigor de Fernanda, chapaleaban en los pantanos del patio, cazaban lagartos para
           descuartizarlos y jugaban a envenenar la sopa echándole polvo de  alas  de  mariposas  en  los
           descuidos de Santa Sofía de la Piedad. Úrsula era su juguete más entretenido. La tuvieron por
           una gran muñeca decrépita que llevaban y traían por los rincones, disfrazada con trapos de
           colores y la cara pintada con hollín y achiote, y una vez estuvieron a punto de destriparle los ojos
           como le hacían a los sapos con las tijeras de podar. Nada les causaba tanto alborozo como sus
           desvaríos. En efecto, algo debió ocurrir en su cerebro en el tercer año de la lluvia, porque poco a
           poco fue perdiendo el sentido de la realidad, y confundía el tiempo actual con épocas remotas de
           su vida, hasta el punto de que en una ocasión pasó tres días llorando sin consuelo por la muerte
           de  Petronila  Iguarán,  su  bisabuela,  enterrada  desde hacía más de un siglo. Se hundió en un
           estado de confusión tan disparatado, que creía que el pequeño Aureliano era su hijo el coronel
           por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo, y que el José Arcadio que estaba entonces
           en el seminario era el primogénito que se fue con los gitanos. Tanto habló de la familia, que los
           niños aprendieron a organizarle visitas imaginarias con seres que no sólo habían muerto desde
           hacía mucho tiempo, sino que habían existido en épocas distintas. Sentada en la cama con el pelo
           cubierto de ceniza y la cara tapada con un pañuelo rojo, Úrsula era feliz en medio de la parentela
           irreal que los niños describían sin omisión de detalles, como si de verdad la hubieran conocido.
           Úrsula conversaba con sus antepasados sobre acontecimientos anteriores a su propia existencia,
           gozaba con las noticias que le daban y lloraba con ellos por muertos mucho más recientes que los
           mismos contertulios. Los niños no tardaron en advertir que en el curso  de  esas  visitas
           fantasmales Úrsula planteaba siempre una pregunta destinada a establecer quién  era  el  que
           había llevado a la casa durante la guerra un San José de yeso de tamaño natural para que lo
           guardaran mientras pasaba la lluvia. Fue así como Aureliano  Segundo  se  acordé  de  la  fortuna
           enterrada  en  algún  lugar  que  sólo Úrsula conocía, pero fueron inútiles las preguntas y las
           maniobras astutas que se le ocurrieron, porque en  los  laberintos  de  su  desvarío  ella  parecía
           conservar un margen de lucidez para defender aquel secreto, que sólo había de revelar a quien
           demostrara ser el verdadero dueño del oro sepultado. Era tan hábil y tan estricta, que cuando
           Aureliano Segundo instruyó a uno de sus compañeros de parranda para que se hiciera pasar por
           el propietario de la fortuna, ella lo enredó en un interrogatorio minucioso y sembrado de trampas
           sutiles.
              Convencido de que Úrsula se llevaría el secreto a la tumba, Aureliano Segundo contrató una
           cuadrilla de excavadores con el pretexto de que construyeran canales de desagüe en el patio y en
           el traspatio, y él mismo sondeó el suelo con barretas de hierro y con toda clase de detectores de
           metales, sin encontrar nada que se pareciera al oro en tres meses de exploraciones exhaustivas.
           Más tarde recurrió a Pilar Ternera con la esperanza de que  las  barajas  vieran  más  que  los
           cavadores, pero ella empezó por explicarle que era inútil cualquier tentativa mientras no fuera
           Úrsula quien cortara el naipe. Confirmé en cambio la existencia del tesoro, con la precisión de que
           eran  siete  mil  doscientas catorce monedas enterradas en tres sacos de lona con jaretas de
           alambre de cobre, dentro de un círculo con un radio de ciento veintidós metros, tomando como
           centro la cama de Úrsula, pero advirtió que no sería encontrado antes de que acabara de llover y
           los  soles  de  tres  junios  consecutivos  convirtieran en polvo los barrizales. La profusión y la
           meticulosa vaguedad de los datos le parecieron a Aureliano Segundo tan semejantes a las fábulas
           espiritistas, que insistió en su empresa a pesar de que estaban en agosto y habría sido necesario
           esperar por lo menos tres años para satisfacer las condiciones del pronóstico. Lo primero que le
           causó asombro, aunque al mismo tiempo aumentó su confusión, fue el comprobar que había
           exactamente  ciento  veintidós  metros  de  la  cama de Úrsula a la cerca del traspatio. Fernanda
           temió que estuviera tan loco como su hermano gemelo cuando lo vio haciendo las mediciones, y
           peor aun cuando ordenó a las cuadrillas de excavadores profundizar un metro más en las zanjas.
           Presa de un delirio exploratorio comparable apenas al del bisabuelo cuando buscaba la ruta de los
           inventos,  Aureliano Segundo perdió las últimas bolsas de grasa que le quedaban, y la antigua


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