Page 134 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco
           de más consideración de parto do su esposo, puesto que bien o mal era  su  cónyuge  de
           sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana
           la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se privé ni se dolió de nada,
           donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado
           una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de
           su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio
           y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones
           y advertencias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y
           antes de que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles
           trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una  desdichada  a  quien
           bastaba  con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las
           nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una
           dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de
           Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuesto,
           las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como
           las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honradez
           de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la
           hija única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste,
           por  supuesto,  un  santo  varón,  un  cristiano  de los grandes, Caballero de la Orden del Santo
           Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la
           tumba, con la piel tersa como raso de novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.
              -Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.
              Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta  sorprendería  en  una  falta.
           Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido
           de la cantaleta había derrotado al rumor de la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la
           cabeza baja, y se retiré temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba
           trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus rencores
           Sin  embargo,  cuando  su  marido  preguntó  si  no sería posible comerse un huevo tibio, ella no
           contestó  simplemente que desde la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que
           elaboré  una  virulenta  diatriba  contra  los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el
           ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano Segundo
           llevó  a  los  niños  a  ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner orden en el
           dormitorio de Memo, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener
           la  cara  dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba
           retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo
           se  sentó  en  el  corredor,  y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo,
           girando en torno de él con su implacable zumbido de moscardón,  diciendo  que,  por  supuesto,
           mientras ya no quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de
           Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un mantenido, un bueno
           para nada, más flojo que el algodón de borla, acostumbrado a vivir de las mujeres, y convencido
           de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento de la
           ballena.  Aureliano  Segundo  la  oyó  más de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la
           interrumpió hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la resonancia de bombo
           que le atormentaba la cabeza.
              -Cállate ya, por favor -suplicó.
              Fernanda, por el contrario, levantó el tono. «No tengo por qué callarme -dijo-. El que no quiera
           oírme que se vaya.» Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se incorporé sin prisa, como
           si  sólo  pensara  estirar los huesos, y con una furia perfectamente regulada y metódica fue
           agarrando uno tras otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y
           uno tras otro los fue despedazando contra el suelo.  Fernanda  se  asusté,  pues  en  realidad  no
           había tenido hasta entonces una conciencia clara de la tremenda fuerza interior de la cantaleta,
           pero ya era tarde para cualquier tentativa de rectificación. Embriagado por el torrente
           incontenible del desahogo, Aureliano Segundo rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin
           apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso.  Sistemático,
           sereno, con la misma parsimonia con que había empapelado la casa de billetes, fue rompiendo
           luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de


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