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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                          XVIII



              Aureliano no abandonó en mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las
           leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido;
           los apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves  de  la  piedra  filosofal,  las  centurias  de
           Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber
           nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier hora
           que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba
           al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano
           fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo. Se
           preocupaba  por  cortarle  el  pelo,  por sacarle las liendres, por adaptarle la ropa vieja que
           encontraba en baúles olvidados, y cuando empezó a despuntarle  el  bigote  le  llevó  la  navaja
           barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hijos de éste
           se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea
           resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le ocurrió a Úrsula  con  Aureliano  segundo
           cuando éste estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la piedad creía que Aureliano hablaba solo. En
           realidad,  conversaba  con  Melquíades.  Un  mediodía  ardiente, poco después de la muerte de los
           gemelos, vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de
           cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de
           nacer. Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto  de  los  pergaminos.  Así  que  cuando
           Melquiades  le  preguntó  si había descubierto en qué lengua estaban escritos, él no vaciló para
           contestar.
              -En sánscrito -dijo.
              Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba
           tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el
           sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser
           descifrados. Fue él quien le indicó que en el callejón que terminaba en el río, y donde en  los
           tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio
           catalán tenía una tienda de libros donde había un  Sanskrit Primer  que sería devorado  por  las
           polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida
           Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando
           Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encontrar entre la Jerusalén Libertada y los
           poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía
           leer,  se  aprendió  de  memoria  la  parrafada,  y consiguió el dinero con la venta de uno de los
           diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde
           los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.
              Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez
           menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía. La última vez que
           Aureliano lo sintió era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en
           los médanos de Singapur.» El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a
           las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros
           y los pergaminos.
              En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de
           los  amigos  que  habían  llevado  la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a
           Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A  partir  de  entonces,  un
           mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para
           una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de
           que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el
           rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces  siguió
           mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión.  Varias  veces,  cuando  le  faltaron
           ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer
           para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar  su
           entierro.




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