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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Para Santa Sofía de la Piedad la reducción de los  habitantes  de  la  casa  debía  haber  sido  el
           descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído
           un  lamento  a  aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes
           angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad  de  José  Arcadio  Segundo;  que
           consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban
           que  eran  sus  hijos  y  sus  nietos,  y  que  se  ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus
           entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa  como  aquélla  era
           concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el
           estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie  que  una  noche  la  despertó  la
           pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se
           deslizaba  por  su  vientre.  Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a
           dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras
           no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el
           cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien
           nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de
           zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros
           con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una
           sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le
           resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no
           pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de
           que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y
           limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos
           de  la  compañía  bananera  parecía  más  un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la
           diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a
           quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la
           noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando
           ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo
           resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un
           siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades.
           Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se
           pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche.
           Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el
           jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y
           entraron  hasta  el  fondo  de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con
           insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando
           siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la
           arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando
           con  la  maleza  para  que  no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de
           telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también
           el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al
           día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros  y  el  aire  de
           miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que
           estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un
           par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o
           tres mudas que le quedaban.
              -Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.
              Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la
           menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con
           una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de
           sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le
           oyó  hablar  de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba
           dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana  del
           cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los
           años,  y  la  vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber
           salido. Jamás se volvió a saber de ella.
              Cuando  se  enteró  de  la  fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles,
           cómodas  y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se


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