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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de
           hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras
           trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin
           que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que
           contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una
           batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha
           de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que
           entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus
           sueños  de  aeronauta  en el cuarto vecino, como si fueran des amantes enemigos tratando de
           reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y  ceremonioso
           forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que
           habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más  que  los  estrépitos  de
           guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la
           lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco,
           hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega
           degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi
           jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató  de
           reaccionar,  asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una
           conmoción  descomunal  la inmovilizó en su centre de gravedad, la sembró en su sitie, y su
           voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir  qué  eran  los  silbos
           anaranjados y les globos invisibles que la  esperaban  al  otro  lado  de  la  muerte.  Apenas  tuve
           tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes,
           para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.






















































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