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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           recogerlo. La antigua calle de los Turcos era entonces un rincón de abandono, donde los últimos
           árabes se dejaban llevar hacia la muerte por la costumbre milenaria de sentarse en la puerta,
           aunque  hacia  muchos  años  que  habían vendido la última yarda de diagonal, y en las vitrinas
           sombrías solamente quedaban los maniquíes decapitados. La ciudad  de  la  compañía  bananera,
           que  tal vez Patricia Brown trataba de evocar para sus nietos en las noches de intolerancia y
           pepinos en vinagre de Prattville, Alabama, era una llanura de hierba silvestre. El cura anciano que
           había sustituido al padre Ángel, y cuyo nombre nadie se tomó el trabajo de averiguar, esperaba
           la piedad de Dios tendido a la bartola en una hamaca, atormentado por la artritis y el insomnio de
           la duda, mientras los lagartos y las ratas se disputaban la herencia del templo vecino. En aquel
           Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces
           que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una
           casa  donde  era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y
           Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra.
              Gastón había vuelto a Bruselas. Cansado de esperar el aeroplano, un día metió en una maletita
           las  cosas  indispensables y su archivo de correspondencia y se fue con el propósito de regresar
           por el aire, antes de que sus privilegios fueran cedidos a un grupo de aviadores alemanes que
           habían presentado a las autoridades provinciales un proyecto más ambicioso que el suyo. Desde
           la tarde del primer amor, Aureliano y Amaranta Úrsula habían seguido aprovechando los escasos
           descuidos del esposo, amándose con ardores amordazados en encuentros azarosos y casi siempre
           interrumpidos por regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa sucumbieron en el
           delirio de los amores atrasados. Era una pasión insensata,  desquiciante,  que  hacía  temblar  de
           pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los mantenía en un estado de exaltación per-
           petua. Los chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones agónicas, estallaban lo mismo a las dos de
           la tarde en la mesa del comedor, que a las dos de la madrugada en el granero. «Lo que más me
           duele -reía- es tanto tiempo que perdimos.» En el aturdimiento de la pasión, vio las hormigas
           devastando el jardín, saciando su hambre prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente
           de  lava  viva apoderándose otra vez del corredor, pero solamente se preocupó de combatirlo
           cuando lo encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los pergaminos, no volvió a salir de la
           casa, y contestaba de cualquier modo las cartas del sabio  catalán.  Perdieron  el  sentido  de  la
           realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos  cotidianos.  Volvieron  a  cerrar  puertas  y
           ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban  por  la  casa  como
           siempre quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y
           una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En poco tiempo
           hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron
           con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel
           Aureliano  Buendía,  y  destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en
           tempestades de algodón. Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta
           Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y  su  voracidad  lírica  aquel  paraíso  de
           desastres, como si hubiera concentrado en el amor la indómita energía  que  la  tatarabuela
           consagró a la fabricación de animalitos de caramelo. Además, mientras ella cantaba de placer y
           se  moría  de  risa  de  sus  propias  invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado,
           porque su pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos
           de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor partido al cansancio.
           Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al  descubrir  que  los  tedios  del  amor  tenían
           posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo. Mientras él amasaba con claras de
           huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba  con  manteca  de  coco  sus  muslos
           elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura  de
           Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de
           las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos  de  papel  plateado.  Una  noche  se
           embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar,  se  lamieron  como  perros  y  se
           amaron como locos en el piso del corredor, y  fueron  despertados  por  un  torrente  de  hormigas
           carniceras que se disponían a devorarlos vivos.
              En las pausas del delirio Amaranta Úrsula contestaba las cartas de  Gastón.  Lo  sentía  tan
           distante y ocupado, que su regreso le parecía imposible. En una de las primeras cartas él contó
           que en realidad sus socios habían mandado el aeroplano, pero que  una  agencia  marítima  de
           Bruselas lo había embarcado por error con destino a Tanganyika, donde se lo entregaron  a  la
           dispersa  comunidad de los Makondos. Aquella confusión ocasionó tantos contratiempos que


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