Page 166 - García Márquez - Cien años de soledad
P. 166

Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           con que había llegado, frunció sus párpados de almejas, señaló con  una  especie  de  bendición
           procaz los montones de libros con los que habla sobrellevado el exilio, y dijo a sus amigos:
              -¡Ahí les dejo esa mierda!
              Tres meses después se recibieron en un sobre grande veintinueve cartas y más de cincuenta
           retratos,  que  se  le  habían  acumulado  en los ocios de altamar. Aunque no ponía fechas, era
           evidente el orden en que había escrito las cartas. En las primeras contaba con su humor habitual
           las peripecias de la travesía, las ganas que le dieron de echar por la borda al sobrecargo que no
           le permitió meter los tres cajones en el camarote, la imbecilidad  lúcida  de  una  señora  que  se
           aterraba con el número 13, no por superstición sino porque le parecía un número que se había
           quedado sin terminar, y la apuesta que se ganó en la primera cena porque reconoció en el agua
           de a bordo el sabor a remolachas nocturnas de los manantiales de Lérida. Con el transcurso de
           los  días, sin embargo, la realidad de a bordo le importaba cada vez menos, y hasta los
           acontecimientos más recientes y triviales le parecían dignos de añoranza, porque a medida que el
           barco se alejaba, la memoria se le iba volviendo triste. Aquel proceso de  nostalgización  pro-
           gresiva  era  también  evidente en los retratos. En los primeros parecía feliz, con su camisa de
           inválido y su mechón nevado, en el cabrilleante octubre del Caribe. En los últimos se le veía con
           un abrigo oscuro y una bufanda de seda, pálido de sí mismo y taciturnado por la ausencia, en la
           cubierta de un barco de pesadumbre que empezaba a sonambular por océanos otoñales. Germán
           y  Aureliano  le contestaban las cartas. Escribió tantas en los primeros meses, que se sentían
           entonces más cerca de él que cuando estaba en Macondo, y casi se aliviaban de la rabia de que
           se hubiera ido. Al principio mandaba a decir que todo seguía igual, que en la casa donde nació
           estaba todavía el caracol rosado, que los arenques secos tenían el mismo sabor en la yesca de
           pan, que las cascadas de la aldea continuaban perfumándose al atardecer. Eran otra vez las hojas
           de cuaderno rezurcidas con garrapatitas moradas, en las cuales dedicaba un párrafo especial a
           cada uno. Sin embargo, y aunque él mismo no parecía advertirlo, aquellas cartas de recuperación
           y  estímulo se iban transformando poco a poco en pastorales de desengaño. En las noches de
           invierno, mientras hervía la sopa en la chimenea, añoraba el calor de su trastienda, el zumbido
           del sol en los almendros polvorientos, el pito del tren en el sopor de la siesta, lo  mismo  que
           añoraba en Macondo la sopa de invierno en la chimenea, los pregones del vendedor de café y las
           alondras fugaces de la primavera. Aturdido por  dos  nostalgias  enfrentadas  como  dos  espejos,
           perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que
           se  fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón
           humano,  que  se  cagarán  en  Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran
           siempre que et pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda la
           primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos
           una verdad efímera.
              Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar a Macondo. Lo vendió todo, hasta el
           tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno
           en  un  tren  que nunca acababa de viajar. En las tarjetas postales que mandaba desde las
           estaciones intermedias, describía a gritos las imágenes instantáneas que había visto  por  la
           ventanilla  del  vagón,  y  era como ir haciendo trizas y tirando al olvido el largo poema de la
           fugacidad:  los  negros  quiméricos  en los algodonales de la Luisiana, los caballos alados en la
           hierba azul de Kentucky, los amantes griegos en el crepúsculo infernal de Arizona, la muchacha
           de suéter rojo que pintaba acuarelas en los lagos de Michigan, y que le hizo con los pinceles un
           adiós que no era de despedida sino de esperanza, porque ignoraba que estaba viendo pasar un
           tren sin regreso. Luego se fueron Alfonso y Germán, un sábado, con la idea de regresar el lunes,
           y nunca se volvió a saber de ellos. Un año después de la partida del sabio catalán, el único que
           quedaba  en  Macondo  era  Gabriel,  todavía al garete, a merced de la azarosa caridad de
           Nigromanta, y contestando los cuestionarios del concurso de una revista francesa, cuyo premio
           mayor era un viaje a París. Aureliano, que era quien recibía la suscripción, lo ayudaba a llenar los
           formularios, a veces en su casa, y casi siempre entre los pomos de loza y el aire de valeriana de
           la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel. Era
           lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía
           aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada  minuto
           pero sin acabar de acabarse jamás. El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que
           cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las
           obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a


                                                            166
   161   162   163   164   165   166   167   168   169   170   171