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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           de  soledad  en  el  aturdimiento  de  las parrandas, y entonces aprendieron que las obsesiones
           dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos
           seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos, mucho después de que otras especies de
           animales futuros les arrebataran a los insectos el paraíso de miseria que los  insectos  estaban
           acabando de arrebatarles a los hombres.
              Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente
           comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la  mesa  del
           comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con galopes cerriles hasta  que  sus  gritos
           fueron  acallados  por  los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta
           Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con
           los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra
           vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el
           único en un siglo que había sido engendrado con amor.
              -Es todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
              -No -la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
              Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul
           que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca
           abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para
           examinarlo. Era una cola de cerdo.
              No  se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni
           recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la
           suposición de que aquella cola inútil podía cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no
           tuvieron  ocasión  de  volver  a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un
           manantial  incontenible.  Trataron  de  socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de
           ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía
           esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba
           que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y
           se  reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a
           Aureliano  lo  abandonaban  las  esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la
           estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron
           una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles  en  hombres  y  animales,
           pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En
           la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el
           caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron
           en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
              Aureliano no comprendió hasta entonces cuánto quena a sus amigos, cuánta falta le hacían, y
           cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su
           madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el
           pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado. Llamó a la puerta de la botica,
           donde no había estado en los últimos tiempos, y lo que encontró fue un taller de carpintería. La
           anciana que le abrió la puerta con una lámpara en la mano  se  compadeció  de  su  desvarío,  e
           insistió en que no, que allí no había habido nunca una botica, ni había conocido jamás una mujer
           de cuello esbelto. y ojos adormecidos que se llamara Mercedes. Lloró con la frente apoyada en la
           puerta de la antigua librería del  sabio  catalán,  consciente  de  que  estaba  pagando  los  llantos
           atrasados de una muerte que no quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor. Se
           rompió los puños contra los muros de argamasa de El Niño de Oro, clamando por Pilar Ternera,
           indiferente  a  los  luminosos  discos  anaranjados  que cruzaban por el cielo, y que tantas veces
           había contemplado con una fascinación pueril, en noches de fiesta, desde el patio de los
           alcaravanes.  En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia un conjunto de
           acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos
           de Francisco el Hombre. El cantinero, que tenía un brazo seco y como achicharrado por haberlo
           levantado contra su madre, invitó a Aureliano a tomarse una botella de aguardiente, y Aureliano
           lo  invitó  a  otra.  El  cantinero  le  habló  de la desgracia de su brazo. Aureliano le habló de la
           desgracia de su corazón, seco y como achicharrado por  haberlo  levantado  contra  su  hermana.
           Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero
           cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad
           de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma:


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