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Cien años de soledad
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           de  espacio.  Entonces  sacó  el dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió
           compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera
           una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para
           una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios
           con  ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un
           jardín  de  rasas,  con  un  pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias.
           Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el viejo granero donde Pilar
           Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro das veces más grande para que nunca
           faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño
           para  las  mujeres  y  otra  para  los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
           alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los  cuatro  vientos  para  que  se
           instalaran  a  su  gusta  los  pájaros  sin  rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros,
           como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz
           y  la  conducta  del  calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva
           construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por
           el sudar, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes
           estorbaban, exasperados por el talego de huesas humanos que  los  perseguía  por  todas  partes
           can  su  sorda  cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
           nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no  sólo  la  casa  más
           grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el
           ámbito  de  la  ciénaga.  José  Arcadio  Buendía, tratando de sorprender a la Divina Providencia en
           medio del cataclismo, fue quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando
           Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de
           azul, y no de blanca como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José
           Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.
              -¿Quién es este tipo? -preguntó.
              -El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.
              Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se bajó en el
           Hotel de Jacob -instalado por uno de los primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de
           chucherías por guacamayas- y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos
           cuadras de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob, clavó en la
           pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta el letrero: Co-
           rregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar
           el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
           mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el escueto despacho.
           «¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de
           complexión sanguínea, contestó que sí. «¿Can qué derecho?», volvió  a  preguntar  José  Arcadio
           Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido
           nombrada corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.
              -En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de
           una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
              Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada
           recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los
           caminos e introducido las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado
           a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos
           muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio.» No se dolió de que
           el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera
           dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellas no habían fundado un
           pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote
           se había puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún momento la
           pureza de sus ademanes.
              -De  modo  que  si  usted  se  quiere quedar aquí, como otro ciudadana común y corriente, sea
           muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando
           a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque
           mi casa ha de ser blanca como una paloma.
              Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con
           una cierta aflicción:


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