Page 30 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           hizo a Aureliano una caricia estremecedora. Él la rechazó. Había descubierto que mientras más
           bebía más se acordaba de Remedios, pero soportaba mejor la tortura de su recuerdo. No supo en
           qué momento empezó a flotar. Vio a sus amigos y a las mujeres navegando en una reverberación
           radiante, sin peso ni volumen, diciendo palabras que no salían de sus labios y haciendo señales
           misteriosas  que  no  correspondían  a sus gestos. Catarino le puso una mano en la espalda y le
           dijo: «Van a ser las once.» Aureliano volvió la cabeza, vio el enorme rostro desfigurado con una
           flor de fieltro en la oreja, y entonces perdió la memoria, como en los tiempos del olvido,  y  la
           volvió  a  recobrar en una madrugada ajena y en un cuarto que le era completamente extraño,
           donde estaba Pilar Ternera en combinación,  descalza,  desgreñada,  alumbrándolo  con  una
           lámpara y pasmada de incredulidad.
              - 1 Aureliano!
              Aureliano se afirmó en los pies y levantó la cabeza. Ignoraba cómo había llegado hasta allí,
           pero  sabía  cuál  era  el  propósito, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un estanco
           inviolable del corazón.
              -Vengo a dormir con usted -dijo.
              Tenía la ropa embadurnada de fango y de vómito. Pilar Ternera, que entonces vivía solamente
           con sus dos hijos menores, no le hizo ninguna pregunta. Lo llevó a la cama. Le limpió la cara con
           un estropajo húmedo, le quitó la ropa, y luego  se  desnudó  por  completo  y  bajó  el  mosquitero
           para que no la vieran sus hijos si despertaban. Se había cansado de esperar al hombre que se
           quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el camino de su casa
           confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le
           habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón. Buscó a Aureliano en la
           oscuridad,  le  puso la mano en el vientre y lo besó en el cuello con una ternura maternal. «Mi
           pobre  niñito»,  murmuró.  Aureliano  se estremeció. Con una destreza reposada, sin el menor
           tropiezo, dejó atrás los acantilados del dolor y encontró a Remedios convertida en un pantano sin
           horizontes,  olorosa  a  animal  crudo y a ropa recién planchada. Cuando salió a flote estaba
           llorando. Primero fueron unos sollozos involuntarios y  entrecortados.  Después  se  vació  en  un
           manantial desatado, sintiendo que algo tumefacto y doloroso se había reventado en su interior.
           Ella esperó, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, hasta que su cuerpo se desocupó de
           la materia oscura que no lo dejaba vivir. Entonces Pilar Ternera le  preguntó:  «¿Quién  es?»  Y
           Aureliano se lo dijo. Ella soltó la risa que en otro tiempo espantaba a las palomas y que ahora ni
           siquiera despertaba a los niños. «Tendrás que acabar de criaría», se burló. Pero debajo de la
           burla encontró Aureliano un remanso de comprensión. Cuando abandonó el cuarto, dejando allí
           no sólo la incertidumbre de su virilidad sino también el peso amargo que durante tantos meses
           soportó en el corazón, Pilar Ternera le había hecho una promesa espontánea.
              -Voy a hablar con la niña -le dijo-, y vas a ver que te la sirvo en bandeja.
              Cumplió. Pero en un mal momento, porque la casa había perdido la paz  de  otros  días.  Al
           descubrir la pasión de Rebeca, que no fue posible mantener en secreto a causa  de  sus  gritos,
           Amaranta sufrió un acceso de calenturas. También ella padecía la espina de un amor solitario.
           Encerrada  en  el  baño  se  desahogaba del tormento de una pasión sin esperanzas escribiendo
           cartas  febriles  que  se  conformaba  con esconder en el fondo del baúl. Úrsula apenas si se dio
           abasto para atender a las dos enfermas. No consiguió en prolongados e insidiosos interrogatorios
           averiguar las causas de la postración de Amaranta. Por último, en otro instante de inspiración,
           forzó la cerradura del baúl y encontró las cartas atadas con cintas de color de rosa, hinchadas de
           azucenas frescas y todavía húmedas de lágrimas, dirigidas y nunca enviadas a Pietro Crespi. Llo-
           rando  de  furia  maldijo  la  hora  en  que  se le ocurrió comprar la pianola, prohibió las clases de
           bordado y decretó una especie de luto sin muerto que había de prolongarse hasta que las hijas
           desistieron de sus esperanzas. Fue inútil la intervención de José Arcadio Buendía,  que  había
           rectificado su primera impresión sobre Pietro Crespi, y admiraba su habilidad para el manejo de
           las  máquinas  musicales. De modo que cuando Pilar Ternera le dijo a Aureliano que Remedios
           estaba decidida a casarse, él comprendió que la noticia acabaría de atribular a sus padres. Pero le
           hizo frente a la situación. Convocados a la sala de visita para una entrevista formal, José Arcadio
           Buendía  y  Úrsula  escucharon  impávidos  la  declaración  de su hijo. Al conocer el nombre de la
           novia, sin embargo, José Arcadio Buendía enrojeció de indignación. «El amor es una peste -tronó-
           . Habiendo tantas muchachas bonitas y decentes, lo único que se te ocurre es casarte con la hija
           del enemigo.» Pero Úrsula estuvo de acuerdo con la elección. Confesó su afecto hacia las siete
           hermanas Moscote, por su hermosura, su laboriosidad, su recato y su buena educación, y celebró


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