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salida se compraron la reproducción. Abrió la  puerta  de  la  recámara.  Ruth  estaba
                  acostada mirando la televisión. Pero no se había  peinado  y  se  desmaquillaba  con
                  kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se
                  fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos
                  abiertos y la máquina de afeitar:
                  —Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.
                  Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados,
                  la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español
                  hijo de todos los pueblos que pasaron por  la  península,  celtas,  griegos,  fenicios,
                  romanos,  hebreos, musulmanes,  godos,  Félix  Maldonado,  una  cara  del  Mediterráneo,
                  pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso,
                  ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos  negros  que  serían  redondos,  casi  sin
                  blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la
                  sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y
                  naranjas.
                  —No vas a estar lista, repitió en voz alta.  Yo  nada más me  rasuro, me  doy  un
                  regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta
                  llegar con retraso.
                  Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix  cerró  los  grifos  y  desconectó  la
                  máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas
                  dos  palabras  y  las  estuvo  repitiendo  bajo  la  ducha.  Paciencia  y  piedad, mientras  se
                  frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba  abundantemente  con Royall  Lyme, se
                  untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el
                  tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado,
                  de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara,
                  Sara Klein.
                  Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla
                  y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?
                  —Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando
                  vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos su-
                  cios. A mí me toca recogerlos.
                  —Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.
                  —Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.
                  —No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.
                  Ruth le arrojó con furia el ejemplar  de  Vogue  que  había  estado  hojeando.  Félix  lo
                  esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas,
                  matando a los pollitos.
                  —¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora
                  no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará
                  prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si
                  nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros
                  ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.
                  —Abochornan o ponen en aprietos, pochita —dijo con ligereza Félix.
                  —¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! —
                  gritó Ruth y Felix rió:
                  —Se  veía más  grande  antes  de  que me  obligaras  a  la  circuncisión, mira  que
                  circuncidarme a los veintiocho años, sólo para darte gusto.
                  Empezó a vestirse con furia, se le acabó la paciencia, así era siempre, primero mucho
                  humor, luego abruptamente una cólera verdadera, no fingida como la de Ruth, sólo por
                  ti,








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