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—¿A qué horas te llamó?
                  —A eso de las seis de la tarde.
                  —Pero tú ya estabas enojada desde que te llamé en la mañana.
                  —Por Sara Klein. Había olvidado a Mary. Mary se encargó de que me acordara de las
                  dos. Ahora ya no estoy enojada. Estoy segura de que me has partido por la mitad,
                  Félix. Prefieres tener por separado lo que yo quise darte unido en mí. Como si desde
                  hoy quisieras ser joven otra vez.
                  —Cabrona Mary —murmuró Félix.
                  Ruth miró a su marido y frunció la nariz:
                  —No lo hagas, Félix. Todavía eres joven.
                  —¿Sabes que estás hablando como una mamá judía a su hijo ?
                  —No  te  burles  de mí.  Acepta  que  vivimos  juntos  y  nos  hacemos  viejos  y  vamos  a
                  morirnos juntos.
                  Félix tomó con fuerza a Ruth de los brazos y la sacudió: —No juegues conmigo a la
                  mamá judía, no lo soporto, no soporto tus sabias advertencias de mamacita judía. Yo
                  voy a ir a casa de los Rossetti porque Mauricio es el secretario privado del Director
                  General y Sanseacabó. Sara Klein no tiene nada  que  ver  y  tus  teorías me  parecen
                  totalmente idiotas.
                  —No vayas, por favor, Félix.    Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer
                  tangos. Quédate. No te expongas.

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                  La mirada de Ruth lo persiguió de Polanco a San Ángel por el Periférico. Nunca lo
                  había mirado  así,  con  los  ojos  llenos  de  lágrimas  y  ternura, meneando  lentamente  la
                  cabeza, frunciendo el entrecejo, advírtiéndole, como si por una vez supiera la verdad y
                  no quisiera ofenderlo diciéndosela. Manejó pensando que acaso todas las palabras de
                  Ruth eran el disfraz de la verdad, una mentira  para darle a entender, sin herirlo, que
                  sospechaba la gravedad de las cosas.
                  Nunca había usado de pretexto a Sara o a Mary. Ruth conocía a la superioridad de su
                  simple presencia sobre cualquier aspecto del pasado de Félix, se dijo Félix habituándose
                  a hablar de sí mismo como de un extraño, Ruth es la mujer de Félix, al estacionarse con
                  dificultades cerca del estrecho Callejón del Santísimo, Ruth es pecosilla, se disfraza las
                  pecas con maquillaje, igual que la señorita Chayo sus lunares rojos, las gotas de sudor
                  se le juntan en la puntita de la nariz a Ruth, la señora Maldonado es una chica judía
                  bonita, graciosa, activa, una geisha hebraica, Madame Butterfly con el decálogo del
                  Sinaí en brazos en vez de un hijo, Madame Cio Cio Stein, una canasta vacía en el río.
                  La odió, a fuerza de ridiculizarla, al entrar a la casa colonial, encalada, de los Rossetti,
                  es cierto, Ruth me tiene las camisas planchadas y me pone las mancuernas.
                  De pie en el centro mismo de una alfombra blanca, con una copa entre las manos,
                  parecía esperarlo Sara Klein. Con el fuego de la chimenea encendida a sus espaldas,
                  nimbándola, y el enorme cuadro de Ricardo Martínez colgando como fondo. Sara Klein,
                  suspendida dentro de una gota luminosa, en el centro del mundo, doce años después.
                  Temió romper la burbuja dorada. Cerró los ojos y comparó los rostros.
                  Vio todas las películas en el Museo de Arte Moderno cuando estudió economía en la
                  Universidad de Columbia. Se escapaba a la hora del almuerzo, dejaba de comer a veces,
                  para ver viejas películas en la Calle 53. El cine se convirtió para Félix Maldonado en el
                  contrapunto y némesis de la economía. Una ciencia abstracta, triste y finalmente inocua
                  cuando revelaba su verdadera naturaleza: la economía es la opinión personal convertida
                  en norma dogmática, la única opinión que se sirve de números para imponerse. Y el








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