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El coronel no tiene quien le escriba
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               El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer
            en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de
            sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de
            la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros
            de  Agustín  -oficiales  de  sastrería,  como  lo  fue  él,  y  fanáticos  de  la  gallera-
            aprovecharon la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma.
               El  coronel  volvió  al  cuarto  cuando  quedó  solo  en  la  casa  con  su  mujer.  Ella  había
            reaccionado.
               -Qué dicen -preguntó.
               -Entusiasmados -informó el coronel-. Todos están ahorrando para apostarle al gallo.

               -No  sé  qué  le  han  visto  a  ese  gallo  tan  feo  -dijo  la  mujer-.  A  mí  me  parece  un
            fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.
               -Ellos  dicen  que  es  el  mejor  del  Departamento  -replicó  el  coronel-.  Vale  como
            cincuenta pesos.
               Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el
            gallo,  herencia  del  hijo  acribillado  nueve  meses  antes  en  la  gallera,  por  distribuir
            información clandestina. «Es una ilusión que cuesta caro», dijo la mujer. «Cuando se
            acabe  el  maíz  tendremos  que  alimentarlo  con  nuestros  hígados.»  El coronel se  tomó
            todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.
               -Es  por  pocos  meses  -dijo-.  Ya  se  sabe  con  seguridad  que  hay  peleas  en  enero.
            Después podemos venderlo a mejor precio.
               Los  pantalones  estaban  sin  planchar.  La  mujer  los  estiró  sobre  la  hornilla  con  dos
            planchas de hierro calentadas al carbón.
               -Cuál es el apuro de salir a la calle -preguntó.
               -El correo.
               «Se  me había olvidado  que  hoy es  viernes», comentó ella de  regreso al cuarto. El
            coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos.
               Ya esos zapatos están de botar -dijo-. Sigue poniéndote los botines de charol.
               El coronel se sintió desolado.
               -Parecen  zapatos  de  huérfano  -protestó-.  Cada  vez  que  me  los  pongo  me  siento
            fugado de un asilo.
               -Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo -dijo la mujer.
               También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran
            las  lanchas.  Botines  de  charol,  pantalón  blanco  sin  correa  y  la  camisa  sin  el  cuello
            postizo,  cerrada  arriba  con  el  botón  de  cobre.  Observó  la  maniobra  de  las  lanchas
            desde  el  almacén  del  sirio  Moisés.  Los  viajeros  descendieron  estragados  después  de
            ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y
            la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina.
               La  última  fue  la  lancha  del  correo.  El  coronel  la  vio  atracar  con  una  angustiosa
            desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada,
            descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El
            gallo  había  agudizado  su  ansiedad.  Desde  el  instante  en  que  el  administrador  de






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