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El coronel no tiene quien le escriba
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            pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de
            las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En
            la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su
            presencia desbordaba la casa. «Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar», dijo,
            mientras  revolvía  la  olla  donde  hervían  cortadas  en  trozos  todas  las  cosas  de  comer
            que la tierra del trópico es capaz de producir.
               -Si tienes ganas de cantar, canta -dijo el coronel-. Esto es bueno para la bilis.
               El  médico  vino  después  del  almuerzo.  El  coronel  y  su  esposa  tomaban  café  en  la
            cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó:
               -Se murieron los enfermos.
               El coronel se levantó a recibirlo.
               Así es, doctor -dijo  dirigiéndose  a la sala-. Yo  siempre  he dicho que su reloj anda
            con el de los gallinazos.
               La  mujer  fue  al  cuarto  a  prepararse  para  el  examen.  El  médico  permaneció  en  la
            sala con el coronel. A pesar del calor, su traje de lino intachable exhalaba un hálito de
            frescura. Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel
            tres  pliegos  dentro  de  un  sobre.  Entró  al  cuarto,  diciendo:  «Es  lo  que  no  decían  los
            periódicos de ayer».
               El  coronel  lo  suponía.  Era  una  síntesis  de  los  últimos  acontecimientos  nacionales
            impresa  en  mimeógrafo  para  la  circulación  clandestina.  Revelaciones  sobre  el  estado
            de  la  resistencia  armada  en  el  interior  del  país.  Se  sintió  demolido.  Diez  años  de
            informaciones  clandestinas  no  le  habían  enseñado  que  ninguna  noticia  era  más
            sorprendente  que  la  del  mes  entrante.  Había  terminado  de  leer  cuando  el  médico
            volvió a la sala.

               -Esta  paciente  está  mejor  que  yo  -dijo-.  Con  un  asma  como  ésa  yo  estaría
            preparado para vivir cien años.
               El  coronel  lo  miró  sombríamente.  Le  devolvió  el sobre  sin  pronunciar  una  palabra,
            pero el médico lo rechazó.
               -Hágala circular -dijo en voz baja.
               El  coronel  guardó  el  sobre  en  el  bolsillo  del  pantalón.  La  mujer  salió  del  cuarto
            diciendo: «Un día de éstos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor». El médico
            respondió en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rodó una silla hacia
            la mesita y extrajo del maletín varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pasó de
            largo hacia la cocina.
               -Espérese y le caliento el café.
               -No, muchas gracias -lijó el médico. Escribió la dosis en una hoja del formulario-. Le
            niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.
               Ella rió en la cocina. Cuando acabó de escribir, el médico leyó la fórmula en voz alta
            pues  tenía  conciencia  de  que  nadie  podía  descifrar  su  escritura.  El  coronel  trató  de
            concentrar  la  atención.  De  regreso  de  la  cocina  la  mujer  descubrió  en  su  rostro  los
            estragos de la noche anterior.
               -Esta  madrugada  tuvo  fiebre  -dijo,  refiriéndose  a  su  marido-.  Estuvo  como  dos
            horas diciendo disparates de la guerra civil.
               El coronel se sobresaltó.








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