Page 63 - La muerte de Artemio Cruz
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aquellos días de aprendizaje, aquellos  oficios  que él  te enseñó para que  pudieras
                  ganarte la vida: aquellos días con la forja y los martillos, cuando el maestro Sebastián
                  regresaba cansado e iniciaba esas clases sólo para ti, para que tú pudieras valerte en la
                  vida  y  crear  tus  propias  reglas:  tú  rebelde,  tú  libre,  tú  nuevo  y  único:  no  querrás
                  recordarlo: él te mandó, tú te fuiste a la revolución: no sale de mí este recuerdo, no te
                  alcanzará:
                      no tendrás respuesta para los dos códigos opuestos e impuestos;
                      tú inocente,
                      tú querrás ser inocente,
                      tú no escogiste, aquella noche.





                  (1927 — Noviembre 23)




                      ÉL miró con los ojos verdes hacia la ventana y el otro le preguntó si no quería nada
                  y él pestañeó y miró con los ojos verdes hacia la ventana. Entonces el otro, que hasta
                  ese momento había permanecido muy, muy calmado, sacó violentamente la pistola del
                  cinturón  y la colocó con un  golpe sobre la  mesa:  él  escuchó la reverberación de los
                  vasos y las botellas y alargó la mano pero el otro ya sonreía, antes de que él pudiera
                  darle un nombre a la sensación física que el gesto abrupto, el golpe y su efecto sobre
                  esos vasos de cristal azul, esas botellas blancas, despertó en la boca de su estómago.
                  Pero el otro sonrió y un automóvil pasó velozmente por el callejón, entre rechiflas  y
                  mentadas de madre y los faros iluminaron la cabeza redonda del otro. El otro hizo girar
                  la cámara del revólver  y le indicó que sólo había dos balas; giró de nuevo, ajustó el
                  gatillo y se colocó la boca del arma junto a la sien. Él trató de desviar la mirada, sólo
                  que ese cuartito no ofrecía un punto fijo para la atención: las paredes desnudas, pintadas
                  de añil y el piso de tezontle parejo y las mesas, las dos sillas, los dos hombres. El otro
                  esperó hasta que los ojos verdes dejaran de circular
                      por el cuarto y regresaran al puño, al revólver y a la sien. Sonreía, pero sudaba, y él
                  también. Trató de distinguir en silencio el tictac del reloj guardado en la bolsa derecha
                  del chaleco. Quizás latía menos que su corazón; daba lo mismo, porque la detonación de
                  la pistola ya estaba en sus oídos, desde antes, y al mismo tiempo el silencio dominaba
                  todos  los  demás  ruidos,  incluso  el  posible  —todavía  no—  de  un  revólver.  El  otro
                  esperó. Él lo vio. El otro tiró del gatillo y un clic seco y metálico se perdió en el silencio
                  y afuera la noche seguía idéntica, sin luna. El otro permaneció con el arma apuntada
                  contra la sien y empezó a sonreír, a reír a carcajadas: el cuerpo gordo temblaba desde
                  adentro, como un flan, desde adentro porque no se movía por fuera. Así permanecieron
                  varios segundos y él tampoco se movía; ahora respiraba el olor de incienso que desde
                  esa mañana lo  acompañaba a todas partes  y sólo a través del humo imaginario pudo
                  distinguir el rostro del otro, que seguía riendo desde adentro antes de volver a colocar la
                  pistola sobre la mesa, alargar los dedos chatos, amarillos y empujar lentamente el arma
                  hacia  él.  La  felicidad  turbia  en  los  ojos  del  otro  podría  ser  un  anuncio  de  lágrimas
                  retenidas; él no quiso averiguar. Le dolía en el estómago el recuerdo, que todavía no lo
                  era, de esa figura obesa con el arma pegada a la sien; el miedo en el otro, sobre todo el
                  miedo  dominado,  le  encogía  los  intestinos  y  le  impedía  hablar:  sería  el  fin:  que  lo
                  encontraran en este cuarto con el gordo muerto, que hubiera un argumento contra él. Ya
                  había reconocido su propia pistola, guardada siempre en el cajón del armario, sin darse

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