Page 65 - La muerte de Artemio Cruz
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—Pero si es de lo más fácil, mi cuate. De ti depende.
—¿En dónde estamos?
No llegó; lo trajeron; y aunque estaban en el centro de la ciudad, el chófer lo mareó,
se desvió a la izquierda, se desvió a la derecha, convirtió esa traza española, de
rectángulos, en un laberinto de succiones ciegas. Todo esto era imperceptible, como la
mano corta y frágil del otro, que le arrebató el arma, riendo siempre, y regresó a
sentarse, otra vez pesado, gordo, sudoroso, con los ojos chispeantes.
—¿A poco no somos los meros chingones? ¿Sabes? Escoge siempre a tus amigos
entre los grandes chingones, porque con ellos no hay quien te chingue a ti. Vamos a
beber.
Brindaron y el gordo dijo que este mundo se divide en chingones y pendejos y que
hay que escoger ya. También dijo que sería una lástima que el diputado —él— no
supiera escoger a tiempo, porque ellos eran muy reatas, muy buenas gentes y le daban a
todos la oportunidad de escoger, nada más que no todos eran tan vivos como el
diputado, les daba por sentirse muy machos y luego se levantaban en armas, cuando era
tan facilito cambiar de lugar como quien no quiere la cosa y amanecer del buen lado. ¿A
poco era la primera vez que él chaqueteaba? ¿Pues dónde había pasado los últimos
quince años? Lo adormecía la voz, gorda como la carne, susurrante y aterrada como una
culebra: una garganta de anillos contráctiles, lubricada por el alcohol y los habanos: —
¿No gustas?
El otro lo miró fijamente y él siguió acariciando la hebilla del cinturón sin darse
cuenta, hasta que retiró los dedos porque la chapa de plata le recordaba el frío o el calor
de la pistola y quería tener las manos libres.
—Mañana van a ser fusilados los curas. Te lo digo también como prueba de
amistad, porque estoy seguro que tú no eres de esos pitoflojos...
Apartaron las sillas. El otro se dirigió a la ventana y pegó duro sobre el vidrio con
los nudillos. Hizo un signo y después le tendió la mano al hombre. El otro se quedó en
la puerta mientras él bajaba por el cubo apestoso y oscuro y volteó un basurero y todo
olió a cáscara de naranja podrida, a periódico húmedo. El hombre que estaba junto a la
puerta se llevó un dedo al sombrero blanco y le indicó que la Avenida 16 de Septiembre
quedaba de aquel lado.
—¿Qué crees?
—Que debemos pasarnos del lado del otro.
—Pues yo no.
—¿Y tú?
—Los oigo.
—¿Nadie más nos oye?
—La Saturno es de confianza y de su casa no sale un rumor...
—Y si no salen, los salgo...
—Nos hicimos con el jefe y con el jefe nos quiebran.
—Está perdido. El nuevo le ha tendido un cuatro muy bien tendido.
—¿Qué propones?
—Hay que hacerse presente, digo yo.
—Primero me dejo cortar las orejas. ¿Somos o no somos?
—¿Cómo?
—Hay maneras.
—Pero así, no muy aparentes, ¿no?
—Seguro. Quién quita...
—No, no, si yo no digo nada.
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