Page 14 - Gabriel García Márquez - Crónica de una muerte anunciada
P. 14

Crónica de una muerte anunciada

                                                                                Gabriel García Márquez







              Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera
           vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal
           con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa y
           las argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues
           tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento
           por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de
           becerro  natural,  y  unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había
           venido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima  durante  el  viaje.
           «Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de
           mantequilla y comérselo vivo.» No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en
           darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista.
              Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual: «Ha
           venido un hombre muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro se llama
           Bayardo San Román, y todo el inundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto».
           Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de preguntárselo, un
           poco antes de la boda, le contestó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien
           casarme». Podía haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado  cualquier  otra
           cosa, pues tenía una manera de hablar que más bien le servía para ocultar  que  para
           decir.
              La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habló
           de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a  las
           veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama,  y  él  mismo  lo
           transmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula suya para
           seguir  usando  las pilas agotadas. Con la misma propiedad había hablado de
           enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendo
           la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de
           pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo después  de  misa  desafió  a  los
           nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte
           brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta, y al final
           me hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está  nadando  en  oro».  Esto
           respondía  a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era capaz de
           hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables.
              Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho
           -me decía-, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó  de
           rodillas y ayudó a la misa en latín.» En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie
           y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas
           cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo,  después  de  ese  veredicto
           consagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía sobre Bayardo San
           Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario.
           Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando
           ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus  ojos  de  oro  le  habían
           causado un estremecimiento de espanto.
              -Se me pareció al diablo -me dijo-, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas no
           se deben decir por escrito.



                                                           14
   9   10   11   12   13   14   15   16   17   18   19