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Crónica de una muerte anunciada

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           que yo no quería ser bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para la sopa
           y botaba en la basura el resto del gallo.» Sin embargo, aun sin la bendición del obispo,
           la fiesta adquirió una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San
           Román se le salió de las manos y terminó por ser un acontecimiento público.
              El  general  Petronio  San  Román  y su familia vinieron esta vez en el buque de
           ceremonias del Congreso Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta  el
           término  de la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin embargo
           pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron tantos regalos, que  fue
           preciso restaurar el local olvidado de la primera planta eléctrica  para  exhibir  los  más
           admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que ya
           estaba  dispuesta  para  recibir  a  los recién casados. Al novio le regalaron un automóvil
           convertible con su nombre grabado en letras góticas bajo el escudo de la fábrica. A la
           novia le regalaron un estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados.
           Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos orquestas de  valses  que
           desentonaron con las bandas locales, y con las muchas papayeras y  grupos  de
           acordeones que venían alborotados por la bulla de la parranda.
              La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de
           palma rematado por dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas en enero.
           Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y un
           patio grande con gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos
           tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fue
           una  buena  fuente  de recursos domésticos desde que a Poncio Vicario se le acabó la
           vista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero cuando éste se fue al servicio
           militar, su hermano gemelo aprendió también el oficio de matarife.
              El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las  hermanas  mayores
           trataron de pedir una casa prestada cuando se dieron cuenta del tamaño de la fiesta.
           «Imagínate -me dijo Ángela Vicario-: habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero
           por fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que nuestras hijas se
           casan en nuestro chiquero, o no se casan.» Así que pintaron la casa de su color amarillo
           original, enderezaron las puertas y compusieron los pisos, y la dejaron tan digna como
           fue posible para una boda de tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los cerdos para
           otra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero  aun  así  se  vio  que  iba  a  faltar
           espacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio,
           pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinteros
           para sentarse a comer bajo la fronda de los tamarindos.
              El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en la mañana de la boda, pues llegó a
           buscar a Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a vestirse de
           novia mientras no lo viera en la casa. «Imagínate -me dijo-: hasta me hubiera alegrado
           de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida.» Su cautela pareció  natural,
           porque no había un percance público más vergonzoso  para  una  mujer  que  quedarse
           plantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que Ángela Vicario se atreviera
           a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de ser interpretado después como
           una profanación de los símbolos de la pureza. Mi madre fue la única que apreció como
           un  acto  de  valor  el que hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las últimas
           consecuencias. «En aquel tiempo -me explicó-, Dios  entendía  esas  cosas.»  Por  el
           contrario, nadie ha sabido todavía con qué cartas jugó Bayardo San Román. Desde que
           apareció por fin de levita y chistera, hasta que se fugó del baile con la criatura de sus
           tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.




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