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Crónica de una muerte anunciada

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              Lo  conocí  poco  después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo
           encontré tan raro como decían. Me pareció atractivo, en efecto,  pero  muy  lejos  de  la
           visión  idílica  de  Magdalena  Oliver.  Me  pareció más serio de lo que hacían creer sus
           travesuras, y de una tensión recóndita apenas  disimulada  por  sus  gracias  excesivas.
           Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para entonces había formalizado
           su compromiso de amores con Ángela Vicario.
              Nunca  se  estableció  muy bien cómo se conocieron. La propietaria de la pensión de
           hombres solos donde vivía Bayardo San Román, contaba  que  éste  estaba  haciendo  la
           siesta  en  un  mecedor  de  la  sala, a fines de setiembre, cuando Ángela Vicario y su
           madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores artificiales. Bayardo San Román
           despertó a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente que parecían los
           únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la joven.
           La propietaria le contestó que era la hija menor de la mujer que la acompañaba, y que
           se llamaba Ángela Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada  hasta  el  otro
           extremo de la plaza.
              -Tiene el nombre bien puesto -dijo.
              Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.
              -Cuando despierte -dijo-, recuérdame que me voy a casar con ella.
              Ángela Vicario me contó que la propietaria de la  pensión  le  había  hablado  de  este
           episodio desde antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores. «Me asusté
           mucho», me dijo. Tres personas que estaban en la pensión confirmaron que el episodio
           había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron cierto. En cambio, todas las versiones
           coincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían visto por primera vez
           en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella estuvo
           encargada de cantar las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho al
           mostrador atendido por la rifera lánguida cerrada de luto hasta la  empuñadura,  y  le
           preguntó cuánto costaba la ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser el
           atractivo mayor de la feria. Ella le contestó que no estaba para la venta sino para rifar.
              -Mejor -dijo él-, así será más fácil, y además, más barata.
              Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del
           amor. «Yo detestaba a los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas ínfulas
           -me dijo, evocando aquel día-. Además, pensé que era un polaco.» Su contrariedad fue
           mayor cuando cantó la rifa de la ortofónica, en medio de la ansiedad de todos, y en
           efecto se la ganó Bayardo San Román. No podía imaginarse que él,  sólo  por
           impresionarla, había comprado todo los números de la rifa.
              Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envuelta
           en papel de regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cómo supo
           que era mi cumpleaños», me dijo. Le costó trabajo convencer a sus padres de que no le
           había dado ningún motivo a Bayardo San Román para que le mandara semejante regalo,
           y menos de una manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De modo que
           sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortofónica al hotel para devolvérsela a
           su dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la
           viera regresar. Con lo único que no contó la familia fue con los encantos irresistibles de
           Bayardo San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer del día siguiente,
           turbios de la borrachera, llevando otra vez la ortofónica y llevando además a Bayardo
           San Román para seguir la parranda en la casa.
              Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio
           Vicario, era orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro para



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