Page 108 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Fue  preciso  pedir  camas  y  hamacas  a los vecinos, establecer nueve turnos en la mesa, fijar
           horarios para el baño y conseguir cuarenta taburetes prestados para que las niñas de uniformes
           azules  y  botines  de  hombre  no  anduvieran  todo el día revoloteando de un lado a otro. La
           invitación fue un fracaso, porque las ruidosas colegialas apenas acababan de desayunar cuando
           ya tenían que empezar los turnos para el almuerzo, y luego para la cena, y en toda la semana
           sólo  pudieron hacer un paseo a las plantaciones. Al anochecer, las monjas estaban agotadas,
           incapacitadas  para  moverse,  para impartir una orden más, y todavía el tropel de adolescentes
           incansables estaba en el patio cantando desabridos himnos escolares. Un día estuvieron a punto
           de atropellar a Úrsula, que se empeñaba en ser útil precisamente donde más estorbaba. Otro día,
           las monjas armaron un alboroto porque el coronel Aureliano Buendía orinó  bajo  el  castaño  sin
           preocuparse de que las colegialas estuvieran en el patio. Amaranta estuvo a punto de sembrar el
           pánico, porque una de las monjas entró a la cocina cuando ella estaba salando la sopa, y lo único
           que se le ocurrió fue preguntar qué eran aquellos puñados de polvo blanco.
              -Arsénico -dijo Amaranta.
              La noche de su llegada, las estudiantes se embrollaron de tal modo tratando de ir al excusado
           antes  de acostarse, que a la una de la madrugada todavía estaban entrando las últimas.
           Fernanda compró entonces setenta y dos bacinillas, pero sólo consiguió convertir en un problema
           matinal el problema nocturno, porque desde el amanecer había frente al excusado una larga fila
           de muchachas, cada una con su bacinilla en la mano, esperando turno para  lavarla.  Aunque
           algunas  sufrieron  calenturas y a varias se les infectaron las picaduras de los mosquitos, la
           mayoría demostró una resistencia inquebrantable frente a las dificultades más penosas, y aun a
           la  hora  de  más  calor  correteaban en el jardín. Cuando por fin se fueron, las flores estaban
           destrozadas, los muebles partidos y las paredes cubiertas de dibujos y letreros, pero Fernanda les
           perdonó los estragos en el alivio de la partida. Devolvió las camas y taburetes prestados y guardó
           las setenta y dos bacinillas en el cuarto de Melquíades. La clausurada habitación, en torno a la
           cual giró en otro tiempo la vida espiritual de la casa, fue conocida desde entonces como el cuarto
           de las bacinillas.  Para el coronel Aureliano Buendía, ese era el nombre más apropiado,  porque
           mientras el resto de la familia seguía asombrándose de que la pieza de Melquíades fuera inmune
           al polvo y la destrucción, él la veía convertida en un muladar.  De  todos  modos,  no  parecía
           importarle quién tenía la razón, y si se enteró del destino del cuarto fue porque Fernanda estuvo
           pasando y perturbando su trabajo una tarde entera para guardar las bacinillas.
              Por esos días reapareció José Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin
           saludar a nadie, y se encerraba en el taller a conversar con el coronel. A pesar de que no podía
           verlo,  Úrsula analizaba el taconeo de sus botas de capataz, y se sorprendía de la distancia
           insalvable  que  lo  separaba de la familia, inclusive del hermano gemelo con quien jugaba en la
           infancia ingeniosos juegos de confusión, y con el cual no tenía ya ningún rasgo común. Era lineal,
           solemne, y tenía un estar pensativo, y una tristeza de sarraceno, y un resplandor lúgubre en el
           rostro color de otoño. Era el que más se parecía a su madre, Santa Sofía de la Piedad. Úrsula se
           reprochaba la tendencia a olvidarse de él al hablar de la familia, pero cuando lo sintió de nuevo
           en la casa, y advirtió que el coronel lo admitía en el taller durante las horas de trabajo, volvió a
           examinar sus viejos recuerdos, y confirmó la creencia de que en algún momento de la infancia se
           había cambiado con su hermano gemelo, porque era él y no  el  otro  quien  debía  llamarse
           Aureliano. Nadie conocía los pormenores de su vida. En un tiempo se  supo  que  no  tenía  una
           residencia fija, que criaba gallos en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dormir allí,
           pero que casi siempre pasaba la noche en los cuartos de  las  matronas  francesas.  Andaba  al
           garete, sin afectos, sin ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de Úrsula.
              En realidad, José Arcadio Segundo no era miembro de la familia, ni lo sería jamás de otra,
           desde la madrugada distante en que el coronel Gerineldo Márquez lo llevó al cuartel, no para que
           viera un fusilamiento, sino para que no olvidara en el resto de su vida la sonrisa triste y un poco
           burlona del fusilado. Aquél no era sólo su recuerdo más antiguo, sino  el  único  de  su  niñez.  El
           otro, el de un anciano con un chaleco anacrónico y un sombrero de alas de cuervo que contaba
           maravillas frente a una ventana deslumbrante, no lograba situarlo en ninguna época. Era un
           recuerdo incierto, enteramente desprovisto de enseñanzas o nostalgia, al contrario del recuerdo
           del  fusilado, que en realidad había definido el rumbo de su vida, y regresaba a su memoria cada
           vez más nítido a medida que envejecía, como si el transcurso del tiempo lo  hubiera  ido
           aproximando. Úrsula trató de aprovechar a José Arcadio Segundo para que el coronel Aureliano
           Buendía  abandonara  su  encierro.  «Convéncelo  de que vaya al cine -le decía-. Aunque no le


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