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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Los amigos que lo dejaron en la casa creyeron que le había cumplido a la esposa la promesa
           de no morir en la cama de la concubina. Petra Cotes había embetunado los botines de charol que
           él  quería  tener  puestos  en el ataúd, y ya andaba buscando a alguien que los llevara, cuando
           fueron a decirle que Aureliano Segundo estaba fuera de peligro.  Se  restableció,  en  efecto,  en
           menos de una semana, y quince días después estaba  celebrando  con  una  parranda  sin
           precedentes el acontecimiento de la supervivencia. Siguió viviendo en casa de Petra Cotes, pero
           visitaba a Fernanda todos los días y a veces se quedaba a comer en familia, como si el destino
           hubiera invertido la situación, y lo hubiera dejado de esposo de la concubina y de amante de la
           esposa.
              Fue un descanso para Fernanda. En los tedios del abandono, sus únicas distracciones eran los
           ejercicios de clavicordio a la hora de la siesta, y las cartas de sus hijos. En las detalladas esquelas
           que les mandaba cada quince días, no había una sola línea de verdad. Les ocultaba sus penas.
           Les escamoteaba la tristeza de una casa que a pesar de la luz sobre las begonias, a pesar de la
           sofocación de las dos de la tarde, a pesar de las frecuentes ráfagas de fiesta que llegaban de la
           calle, era cada vez más parecida a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola entre
           tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José Arcadio Buendía, que a veces iba a sentarse
           con una atención inquisitiva en la penumbra de la sala, mientras ella tocaba el clavicordio.  El
           coronel Aureliano Buendía era una sombra. Desde la última vez que salió a la calle a proponerle
           una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo Márquez, apenas si abandonaba el taller para orinar
           bajo el castaño. No recibía más visitas que las del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba
           de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescaditos de
           oro con la misma pasión de antes, dejó de venderlos cuando se enteró de que la gente no los
           compraba como joyas sino como reliquias históricas. Había hecho en el patio una hoguera con las
           muñecas de Remedios, que decoraban su dormitorio desde el día de su matrimonio. La vigilante
           Úrsula se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo, pero no pudo impedirlo.
              -Tienes un corazón de piedra -le dijo.
              -Esto no es asunto del corazón -dijo él-. El cuarto se está llenando de polillas.
              Amaranta tejía su mortaja. Fernanda no entendía por qué  le  escribía  cartas  ocasionales  a
           Meme, y hasta le mandaba regalos, y en cambio ni siquiera quería hablar de José Arcadio. «Se
           morirán  sin saber por qué», contestó Amaranta cuando ella le hizo la pregunta a través de
           Úrsula,  y aquella respuesta sembró en su corazón un enigma que nunca pudo esclarecer. Alta,
           espadada, altiva, siempre vestida con abundantes pollerines de  espuma  y  con  un  aire  de
           distinción que resistía a los años y a los malos recuerdos, Amaranta parecía llevar en la frente la
           cruz de ceniza de la virginidad. En realidad la llevaba en la mano, en la venda negra que no se
           quitaba ni para dormir, y que ella misma lavaba y planchaba. La vida se le iba en bordar el
           sudario. Se hubiera dicho que bordaba durante el día y  desbordaba  en  la  noche,  y  no  con  la
           esperanza de derrotar en esa forma la soledad, sino todo lo contrario, para sustentaría.
              La mayor preocupación que tenía Fernanda en sus años de abandono, era que Meme fuera a
           pasar las primeras vacaciones y no encontrar a Aureliano Segundo en la casa. La congestión puso
           término  a  aquel  temor.  Cuando Memo volvió, sus padres se habían puesto de acuerdo no sólo
           para  que  la niña creyera que Aureliano Segundo seguía siendo un esposo domesticado, sino
           también para que no notara la tristeza de la casa. Todos los años, durante dos meses, Aureliano
           Segundo representaba su papel de marido ejemplar, y promovía fiestas con helados y galletitas,
           que la alegre y vivaz estudiante amenizaba con el clavicordio. Era evidente desde entonces que
           había  heredado  muy  poco  del  carácter  de  la madre. Parecía más bien una segunda versión de
           Amaranta, cuando ésta no conocía a la amargura y andaba alborotando la casa con sus pasos de
           baile, a los doce, a los catorce años, antes de que la pasión secreta por Pietro  Crespi  torciera
           definitivamente el rumbo de su corazón. Pero al  contrario  de  Amaranta,  al  contrario  de  todos,
           Memo no revelaba todavía el sino solitario de la familia, y parecía enteramente conforme con el
           mundo, aun cuando se encerraba en la sala a las dos de la tarde a practicar el clavicordio con una
           disciplina inflexible. Era evidente que le gustaba la casa, que pasaba todo el año soñando con el
           alboroto de adolescentes que provocaba su llegada, y que no andaba muy lejos de la vocación
           festiva y los desafueros hospitalarios de su padre. El primer signo de esa herencia calamitosa se
           reveló en las terceras vacaciones, cuando Memo apareció en la casa con cuatro monjas y sesenta
           y ocho compañeras de clase, a quienes invitó a pasar una semana en familia, por propia iniciativa
           y sin ningún anuncio.
              -¡Qué desgracia! -se lamentó Fernanda-. ¡Esta criatura es tan bárbara como su padre!


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