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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           despachó  al  monaguillo.  Pensó,  sin embargo, aprovechar la ocasión para confesar a Amaranta
           después  de  casi  veinte  años  de reticencia. Amaranta replicó, sencillamente, que no necesitaba
           asistencia espiritual de ninguna clase porque tenía la conciencia limpia. Fernanda se escandalizó.
           Sin cuidarse de que no la oyeran, se preguntó en voz alta qué espantoso pecado habría cometido
           Amaranta cuando prefería una muerte sacrílega a la vergüenza de una confesión. Entonces
           Amaranta se acostó, y obligó a Úrsula a dar testimonio público de su virginidad.
              -Que nadie se haga ilusiones -gritó, para que la oyera Fernanda-. Amaranta Buendía se va de
           este mundo como vino.
              No se volvió a levantar. Recostada en almohadones, como si de veras estuviera enferma, tejió
           sus largas trenzas y se las enrolló sobre las orejas, como la muerte le había dicho que debía estar
           en el ataúd. Luego le pidió a Úrsula un espejo, y por primera vez en más de cuarenta años vio su
           rostro  devastado  por la edad y el martirio, y se sorprendió de cuánto se parecía a la imagen
           mental que tenía de si misma. Úrsula comprendió por el silencio de la alcoba que habla empezado
           a oscurecer.
              -Despídete  de  Fernanda  -le  suplicó-. Un minuto de reconciliación tiene más mérito que toda
           una vida de amistad.
              -Ya no vale la pena -replicó Amaranta.
              Meme  no pudo no pensar en ella cuando encendieron las luces del improvisado escenario y
           empezó la segunda parte del programa. A mitad de la pieza alguien le dio la noticia al oído, y el
           acto se suspendió. Cuando llegó a la casa, Aureliano Segundo tuvo que abrirse paso a empujones
           por entre la muchedumbre, para ver el cadáver de la anciana doncella, fea y de mal color, con la
           venda negra en la mano y envuelta en la mortaja primorosa. Estaba expuesto en la sala junto al
           cajón del correo.
              Úrsula no volvió a levantarse después de las nueve noches de Amaranta. Santa Sofía de la
           Piedad se hizo cargo de ella. Le llevaba al dormitorio la comida, y el agua de bija para que se
           lavara, y la mantenía al corriente de cuanto pasaba en Macondo. Aureliano Segundo la visitaba
           con  frecuencia, y le llevaba ropas que ella ponía cerca de la cama, junto con las cosas más
           indispensables para el vivir diario, de modo que en poco tiempo se había construido un mundo al
           alcance de la mano. Logró despertar un gran afecto en la pequeña Amaranta Úrsula, que era
           idéntica a ella, y a quien enseñó a leer. Su lucidez, la habilidad para bastarse de sí misma, hacían
           pensar que estaba naturalmente vencida por el peso de los cien años, pero aunque era evidente
           que andaba mal de la vista nadie sospeché que estaba completamente ciega. Disponía entonces
           de tanto tiempo y de tanto silencio interior para vigilar la vida de la casa, que fue ella la primera
           en darse cuenta de la callada tribulación de Memo.
              -Ven acá -le dijo-. Ahora que estamos solas, confiésale a esta pobre vieja lo que te pasa.
              Memo eludió la conversación con una risa entrecortada.  Úrsula  no  insistió,  pero  acabó  de
           confirmar  sus  sospechas  cuando  Memo no volvió a visitarla. Sabía que se arreglaba más tem-
           prano que de costumbre, que no tenía un instante de sosiego mientras esperaba la hora de salir a
           la calle, que pasaba noches enteras dando vueltas en la cama en el dormitorio contiguo, y que la
           atormentaba el revoloteo de una mariposa. En cierta ocasión le oyó decir que iba a  verse  con
           Aureliano Segundo, y Úrsula se sorprendió de que Fernanda fuera tan corta de imaginación que
           no sospeché nada cuando su marido fue a la casa a preguntar por la hija. Era demasiado evidente
           que  Memo  andaba  en asuntos sigilosos, en compromisos urgentes, en ansiedades reprimidas,
           desde mucho antes de la noche en que Fernanda alborotó la casa porque la encontró besándose
           con un hombre en el cine.
              La propia Meme andaba entonces tan ensimismada que acusó a Úrsula de haberla denunciado.
           En realidad se denuncié a sí misma. Desde hacía tiempo dejaba a su paso un reguero de pistas
           que  habrían  despertado al más dormido, y si Fernanda tardó tanto en descubrirlas fue porque
           también ella estaba obnubilada por sus relaciones secretas con  los  médicos  invisibles.  Aun  así
           terminó  por  advertir los hondos silencios, los sobresaltos intempestivos, las alternativas del
           humor y las contradicciones de la hija. Se empeñé en una vigilancia disimulada pero implacable.
           La dejó ir con sus amigas de siempre, la ayudé a vestirse para las fiestas del sábado, y jamás le
           hizo una pregunta impertinente que pudiera alertaría. Tenía ya muchas pruebas de que Meme
           hacía  cosas  distintas  de las que anunciaba, y todavía no dejó vislumbrar sus sospechas, en
           espera de la ocasión decisiva. Una noche, Meme le anuncié que iba al cine con su padre. Poco
           después, Fernanda oyó los cohetes de la parranda y el inconfundible acordeón de Aureliano Se-
           gundo por el rumbo de Petra Cotes. Entonces se vistió, entró al cine, y en la penumbra de las


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