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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                           XIV




              Las últimas vacaciones de Meme coincidieron con el luto por la muerte del coronel Aureliano
           Buendía. En la casa cerrada no había lugar para fiestas. Se hablaba en susurros, se comía  en
           silencio, se rezaba el rosario tres veces al día, y hasta los ejercicios de clavicordio en el calor de
           la siesta tenían una resonancia fúnebre. A pesar de su secreta hostilidad contra el coronel, fue
           Fernanda  quien impuso el rigor de aquel duelo, impresionada por la solemnidad con que el
           gobierno exaltó la memoria del enemigo muerto. Aureliano Segundo volvió como de costumbre a
           dormir en la casa mientras pasaban las vacaciones de su hija, y algo debió hacer Fernanda para
           recuperar  sus privilegios de esposa legítima, porque el año siguiente encontró Meme una
           hermanita recién nacida, a quien bautizaron contra la voluntad de la madre con  el  nombre  de
           Amaranta Úrsula.
              Meme había terminado sus estudios. El diploma que  la  acreditaba  como  concertista  de
           clavicordio fue ratificado por el virtuosismo con que ejecutó temas populares del siglo XVII en la
           fiesta organizada para celebrar la culminación de sus estudios, y con la cual se puso término al
           duelo. Los invitados admiraron, más que su arte, su rara dualidad. Su carácter frívolo y hasta un
           poco infantil no parecía adecuado para ninguna actividad seria, pero cuando se sentaba al
           clavicordio se transformaba en una muchacha diferente, cuya madurez imprevista le daba un aire
           de adulto. Así fue siempre. En verdad no tenía una vocación definida, pero había logrado las más
           altas calificaciones mediante una disciplina inflexible, para no contrariar a su madre.  Habrían
           podido imponerle el aprendizaje de cualquier otro oficio y los resultados hubieran  sido  los
           mismos. Desde muy niña le molestaba el rigor de  Fernanda,  su  costumbre  de  decidir  por  los
           demás, y habría sido capaz de un sacrificio mucho más duro que las lecciones de clavicordio, sólo
           por no tropezar con su intransigencia. En el acto de clausura la impresión de que el pergamino
           con letras góticas y mayúsculas historiadas la liberaba de un compromiso que había aceptado no
           tanto  por  obediencia como por comodidad, y creyó que a partir de entonces ni la porfiada
           Fernanda volvería a preocuparse por un instrumento que hasta las monjas consideraban como un
           fósil de museo. En los primeros años creyó que sus cálculos eran errados,  porque  después  de
           haber dormido a media ciudad no sólo en la sala de visitas, sino en cuantas veladas benéficas,
           sesiones escolares y conmemoraciones patrióticas se celebraban en Macondo, su madre siguió in-
           vitando a todo recién llegado que suponía capaz de apreciar las virtudes de la hija. Sólo después
           de la muerte de Amaranta, cuando la familia volvió a encerrarse por un tiempo en el luto, pudo
           Meme clausurar el clavicordio y olvidar la llave en cualquier ropero, sin  que  Fernanda  se
           molestara en averiguar en qué momento ni por culpa de quién se había extraviado. Meme resistió
           las exhibiciones con el mismo estoicismo con que se consagró al aprendizaje. Era el precio de su
           libertad. Fernanda estaba tan complacida con su docilidad y tan orgullosa de la admiración que
           despertaba su arte, que nunca se opuso a que tuviera la casa llena de amigas, y pasara la tarde
           en las plantaciones y fuera al cine con Aureliano Segundo o con señoras de confianza, siempre
           que la película hubiera sido autorizada en el púlpito por el padre Antonio Isabel. En aquellos ratos
           de  esparcimiento  se revelaban los verdaderos gustos de Meme. Su felicidad estaba en el otro
           extremo de la disciplina, en las fiestas ruidosas, en los comadreos de enamorados, en los pro-
           longados encierros con sus amigas, donde aprendían a fumar y conversaban de asuntos de
           hombres, y donde una vez se les pasó la mano con tres botellas de ron de caña y terminaron
           desnudas midiéndose y comparando las partes de sus cuerpos. Meme no olvidaría jamás la noche
           en que entró en la casa masticando rizomas de regaliz, y sin que advirtieran su trastorno se sentó
           a la mesa en que Fernanda y Amaranta cenaban sin dirigirse la palabra. Había pasado dos horas
           tremendas en el dormitorio de una amiga, llorando de risa y de miedo, y en el otro lado de la
           crisis había encontrado el raro sentimiento de valentía que le hizo falta para fugarse del colegio y
           decirle a su madre con esas o con otras palabras que  bien  podía  ponerse  una  lavativa  de
           clavicordio. Sentada en la cabecera de la mesa, tomando un caldo de pollo  que  le  caía  en  el
           estómago como un elixir de resurrección, Meme vio entonces a Fernanda y Amaranta envueltas
           en el halo acusador de la realidad. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no echarles en cara



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