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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           salió, había agotado todas sus lágrimas. No se le vio llorar con la subida al cielo de Remedios, la
           bella, ni con el exterminio de los Aurelianos, ni con la muerte del coronel Aureliano Buendía, que
           era la persona que más quiso en este mundo, aunque sólo pudo demostrárselo  cuando
           encontraron su cadáver bajo el castaño. Ella ayudó a levantar el cuerpo. Lo vistió con sus arreos
           de guerrero, lo afeitó, lo peiné, y le engomó el bigote mejor que él mismo no lo hacía en sus años
           de gloria. Nadie pensó que hubiera amor en aquel acto, porque  estaban  acostumbrados  a  la
           familiaridad de Amaranta con los ritos de la muerte. Fernanda se  escandalizaba  de  que  no
           entendiera las relaciones del catolicismo con la vida, sino únicamente  sus  relaciones  con  la
           muerte, como si no fuera una religión, sino un  prospecto  de  convencionalismos  funerarios.
           Amaranta estaba demasiado enredada en el berenjenal de sus recuerdos para entender aquellas
           sutilezas apologéticas. Había llegado a la vejez con todas sus nostalgias vivas. Cuando escuchaba
           los valses de Pietro Crespi sentía los mismos deseos de llorar que tuvo en la adolescencia, como
           si el tiempo y los escarmientos no sirvieran de nada. Los rollos de música que ella misma había
           echado a la basura con el pretexto de que se estaban pudriendo con la humedad, seguían girando
           y golpeando martinetes en su memoria. Había tratado de hundirlos en la pasión pantanosa que se
           permitió con su sobrino Aureliano José, y había tratado de refugiarse en la protección serena y
           viril del coronel Gerineldo Márquez, pero  no  había  conseguido  derrotarlos  ni  con  el  acto  más
           desesperado de su vejez, cuando bañaba al pequeño José Arcadio tres años antes de que  lo
           mandaran al seminario, y lo acariciaba no como podía hacerlo una abuela con un nieto, sino como
           lo  hubiera  hecho  una  mujer  con  un hombre, como se contaba que lo hacían las matronas
           francesas, y como ella quiso hacerlo con Pietro Crespi, a los doce, los catorce años, cuando lo vio
           con sus pantalones de baile y la varita mágica con que llevaba el compás del metrónomo. A veces
           le dolía haber dejado a su paso aquel reguero de miseria, y a veces le daba tanta rabia que se
           pinchaba los dedos con las agujas, pero más le dolía y más rabia le daba y más la amargaba el
           fragante  y  agusanado  guayabal  de amor que iba arrastrando hacia la muerte. Como el coronel
           Aureliano Buendía pensaba en la guerra, sin poder evitarlo, Amaranta pensaba en Rebeca. Pero
           mientras su hermano había conseguido esterilizar los recuerdos,  ella  sólo  había  conseguido
           escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durante muchos años fue que no le mandara el castigo
           de morir antes que Rebeca. Cada vez que pasaba por su casa y advertía los progresos de  la
           destrucción se complacía con la idea de que Dios la estaba oyendo. Una tarde, cuando cosía en el
           corredor, la asaltó la certidumbre de que ella estaría sentada en ese lugar, en esa misma posición
           y bajo esa misma luz, cuando le llevaran la noticia de la muerte de Rebeca. Se sentó a esperarla,
           como  quien  espera una carta, y era cierto que en una época arrancaba botones para volver a
           pegarlos, de modo que la ociosidad no hiciera más  larga  y  angustiosa  la  espera.  Nadie  se  dio
           cuenta en la casa de que Amaranta tejió entonces una preciosa mortaja para Rebeca. Más tarde,
           cuando Aureliano Triste contó que la había visto convertida en una imagen de aparición, con la
           piel cuarteada y unas pocas hebras amarillentas en el cráneo, Amaranta no se sorprendió, porque
           el espectro descrito era igual al que ella imaginaba desde hacía mucho tiempo. Había decidido
           restaurar  el  cadáver  de  Rebeca,  disimular  con parafina los estragos del rostro y hacerle una
           peluca con el cabello de los santos. Fabricaría un cadáver hermoso, con la mortaja de lino y un
           ataúd forrado de peluche con vueltas de púrpura, y lo pondría a disposición de los gusanos en
           unos  funerales  espléndidos.  Elaboró  el  plan con tanto odio que la estremeció la idea de que lo
           habría hecho de igual modo si hubiera sido con amor, pero no se dejó aturdir por la confusión,
           sino que siguió perfeccionando los detalles tan minuciosamente que llegó a ser  más  que  una
           especialista, una virtuosa en los ritos de la muerte. Lo único que no tuvo en cuenta en su plan
           tremendista fue que, a pesar de sus súplicas a Dios, ella podía morirse primero que Rebeca. Así
           ocurrió, en efecto. Pero en el instante final Amaranta no se sintió frustrada, sino por el contrario
           liberada de toda amargura, porque la muerte le deparó el privilegio de anunciarse con varios años
           de anticipación. La vio un mediodía ardiente, cosiendo con ella en el corredor, poco después de
           que Meme se fue al colegio. La reconoció en el acto, y  no  había  nada  pavoroso  en  la  muerte,
           porque era una mujer vestida de azul con el cabello largo, de aspecto un poco anticuado, y con
           un cierto parecido a Pilar Ternera en la época en que las ayudaba en los oficios de cocina. Varias
           veces Fernanda estuvo presente y no la vio, a pesar de que era tan real, tan humana, que en
           alguna ocasión le pidió a Amaranta el favor de que le ensartara una aguja. La muerte no le dijo
           cuándo se iba a morir ni si su hora estaba señalada antes que la de Rebeca, sino que le ordenó
           empezar a tejer su propia mortaja el próximo seis de abril. La autorizó para que la hiciera tan
           complicada y primorosa como ella quisiera, pero tan honradamente como hizo la de Rebeca, y le


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