Page 112 - García Márquez - Cien años de soledad
P. 112

Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           sus remilgos, su pobreza de espíritu, sus delirios de grandeza. Desde las segundas vacaciones se
           había enterado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo a
           Fernanda  como la conocía y habiéndoselas arreglado más tarde para conocer a Petra Cotes, le
           concedió la razón a su padre. También ella hubiera preferido ser la hija de la concubina. En el
           embotamiento del alcohol, Meme pensaba con deleite en el escándalo que se habría suscitado si
           en aquel momento hubiera expresado sus pensamientos, y fue tan intensa la íntima satisfacción
           de la picardía, que Fernanda la advirtió.
              -¿Qué te pasa? -preguntó.
              -Nada -contestó Meme-. Que apenas ahora descubro cuánto las quiero.
              Amaranta se asustó con la evidente carga de odio que llevaba la declaración. Pero Fernanda se
           sintió tan conmovida que creyó volverse loca cuando Meme despertó a medianoche con la cabeza
           cuarteada por el dolor, y ahogándose en vómitos de hiel. Le dio un frasco de aceite de castor, le
           puso cataplasmas en el vientre y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó a cumplir la dieta y el
           encierro de cinco días ordenados por el nuevo extravagante médico francés que, después  de
           examinarla más de dos horas, llegó a la conclusión nebulosa de que tenía un trastorno propio de
           mujer. Abandonada por la valentía, en un miserable  estado  de  desmoralización,  a  Meme  no  le
           quedó otro recurso que aguantar. Úrsula, ya completamente ciega, pero todavía activa y lúcida,
           fue la única que intuyó el diagnóstico exacto. «Para mí -pensó-, estas son las mismas cosas que
           les dan a los borrachos.» Pero no sólo rechazó la  idea,  sino  que  se  reprochó  la  ligereza  de
           pensamiento.  Aureliano  Segundo sintió un retortijón de conciencia cuando vio el estado de
           postración  de Meme, y se prometió ocuparse más de ella en el futuro. Fue así como nació la
           relación de alegre camaradería entre el padre y la hija, que lo liberó a él por un tiempo de la
           amarga  soledad  de  las  parrandas,  y  la liberó a ella de la tutela de Fernanda sin tener que
           provocar la crisis doméstica que ya parecía inevitable. Aureliano Segundo aplazaba  entonces
           cualquier compromiso para estar con Meme, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la mayor
           parte de su ocio. En los últimos tiempos, el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía
           amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían
           empezado a agriarle el carácter. El descubrimiento de la hija le restituyó la antigua jovialidad, y
           el gusto de estar con ella lo iba apartando poco a poco de la disipación. Meme despuntaba en una
           edad  frutal.  No  era  bella,  como  nunca lo fue Amaranta, pero en cambio era simpática,
           descomplicada,  y  tenía  la  virtud  de  caer bien desde el primer momento. Tenía un espíritu mo-
           derno que lastimaba la anticuada sobriedad y el mal disimulado corazón cicatero de Fernanda, y
           que en cambio Aureliano Segundo se complacía en patrocinar. Fue él quien resolvió sacarla del
           dormitorio que ocupaba desde niña, y donde los pávidos ojos de los santos seguían alimentando
           sus terrores de adolescente, y le amuebló un cuarto con una cama tronal, un tocador amplio y
           cortinas  de  terciopelo,  sin  caer  en  la  cuenta de que estaba haciendo una segunda versión del
           aposento  de  Petra  Gotes.  Era  tan  pródigo con Meme que ni siquiera sabía cuánto dinero le
           proporcionaba, porque ella misma se lo sacaba de los bolsillos, y la mantenía al tanto de cuanta
           novedad embellecedora llegaba a los comisariatos de la compañía bananera. El cuarto de Meme
           se llenó de almohadillas de piedra pómez para pulirse las uñas, rizadores de cabellos, brilladores
           de dientes, colirios para languidecer la mirada, y tantos y tan novedosos cosméticos y artefactos
           de belleza que cada vez que Fernanda entraba en el dormitorio se escandalizaba con la idea de
           que el tocador de la hija debía ser igual al de las matronas francesas. Sin embargo, Fernanda
           andaba  en  esa  época  con  el  tiempo dividido entre la pequeña Amaranta Úrsula, que era
           caprichosa y enfermiza, y una emocionante correspondencia con los médicos invisibles. De modo
           que  cuando  advirtió  la  complicidad  del  padre con la hija, la única promesa que le arrancó a
           Aureliano Segundo fue que nunca llevaría a Meme a casa de Petra Cotes. Era una advertencia sin
           sentido, porque la concubina estaba tan molesta con la camaradería de su amante con la hija que
           no  quería saber nada de ella. La atormentaba un temor desconocido, como si el instinto le
           indicara  que  Meme,  con  sólo  desearlo, podría conseguir lo que no pudo conseguir Fernanda:
           privarla de un amor que ya consideraba asegurado hasta la muerte. Por primera vez tuvo que
           soportar Aureliano Segundo las caras duras y las virulentas cantaletas de la concubina, y hasta
           temió que sus traídos y llevados baúles hicieran el camino de regreso a casa de la esposa. Esto
           no  ocurrió.  Nadie  conocía  mejor  a  un  hombre que Petra Cotes a su amante, y sabía que los
           baúles se quedarían donde los mandaran, porque si algo detestaba Aureliano Segundo era com-
           plicarse  la  vida  con  rectificaciones  y  mudanzas. De modo que los baúles se quedaron donde
           estaban, y Petra Cotes se empeñó en reconquistar al marido afilando las únicas armas con que no


                                                            112
   107   108   109   110   111   112   113   114   115   116   117