Page 37 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Rebeca trató de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcción, el
           templo  no estaría terminado antes de diez años. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la
           creciente  generosidad  de los fieles permitía hacer cálculos más optimistas. Ante la sorda
           indignación de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea de Amaranta y
           contribuyó  con  un  aporte  considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor
           consideró que con otro auxilio como ese el templo estaría listo en tres años. A partir de entonces
           Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que  su  iniciativa  no  había
           tenido la inocencia que ella supo aparentar. «Era lo  menos  grave  que  podía  hacer  -le  replicó
           Amaranta en la virulenta discusión que tuvieron aquella noche-. Así no tendré que matarte en los
           próximos tres años.» Rebeca aceptó el reto.
              Cuando  Pietro Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis de desilusión, pero
           Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. «Nos fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo.
           Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carecía  del  carácter  impulsivo  de  su
           novia, y consideraba el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar.
           Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces. Un viento misterioso apagaba las lámparas de
           la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba
           explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas lámparas de alquitrán y hasta
           ayudaba  a  instalar en la sala sistemas de iluminación más seguros. Pero otra vez fallaba el
           combustible o se atascaban las mechas, y Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del
           novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la responsabilidad de la
           panadería  y  se  sentó en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse
           derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud. «Pobre  mamá  -decía  Rebeca  con
           burlona indignación, viendo bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas-. Cuando se muera saldrá
           penando en ese mecedor.» Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de
           la construcción que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro  Crespi  resolvió  darle  al  padre
           Nicanor el dinero que le hacía falta para terminar el templo. Amaranta no se impacientó. Mientras
           conversaba con las amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de
           concebir  nuevas  triquiñuelas.  Un  error  de  cálculo echó a perder la que consideró más eficaz:
           quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a su vestido de novia antes de guardarlo
           en la cómoda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminación
           del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar
           el vestido con más anticipación de lo que había previsto Amaranta. Al abrir la cómoda  y
           desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontró el raso del  vestido  y  el
           punto del velo y hasta la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura
           de haber puesto en el envoltorio dos puñados de bolitas  de  naftalina,  el  desastre  parecía  tan
           accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para la boda, pero
           Amparo Moscote se comprometió a coser un nuevo vestido en una semana. Amaranta se sintió
           desfallecer el mediodía lluvioso en que Amparo entró a la casa envuelta en una espumarada de
           punto para hacerle a Rebeca la última prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado
           descendió  por  el  cauce  de  su  espina dorsal. Durante largos meses había temblado de pavor
           esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo definitivo para la boda de  Rebeca,
           estaba segura de que en el último instante, cuando hubieran fallado  todos  los  recursos  de  su
           imaginación, tendría valor para envenenaría. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba  de  calor
           dentro  de  la  coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de
           alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos del crochet y se
           pinchó  el  dedo  con  la  aguja,  pero  decidió con espantosa frialdad que la fecha sería el último
           viernes antes de la boda, y el modo sería un chorro de láudano en el café.
              Un obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e indefinido
           aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la pequeña Remedios despertó a
           media  noche  empapada  en un caldo caliente que exploté en sus entrañas con una especie de
           eructo desgarrador, y murió tres días después envenenada por su propia sangre con un par de
           gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a
           Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se
           sintió culpable por la muerte de Remedios. No era ese el  obstáculo  por  el  que  tanto  había
           suplicado. Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había instalado con su esposo
           en una alcoba cercana al taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y
           su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarrón de


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