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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           regalo, su novia le recibía la visita en la sala principal can puertas y ventanas abiertas para estar
           a salvo de toda suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque el italiano había demostrado
           ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la mano de la mujer que seria su esposa antes de un
           año. Aquellas visitas fueron llenando la casa de juguetes prodigiosos. Las bailarinas de cuerda,
           las  cajas  de  música,  los manas acróbatas, los caballos trotadores, los payasos tamborileros, la
           rica y asombrosa fauna mecánica que llevaba Pietro Crespi, disiparan la aflicción de José Arcadio
           Buendía por la muerte de Melquíades, y la transportaron de nuevo a sus antiguas  tiempos  de
           alquimista.  Vivía  entonces  en  un paraíso de animales destripados, de mecanismos deshechos,
           tratando de perfeccionarías can un sistema de movimiento continua fundado en los principios del
           péndulo.  Aureliano,  por  su parte, había descuidado el taller para enseñar a leer y escribir a la
           pequeña  Remedios.  Al principia, la niña prefería sus muñecas al hambre que llegaba todas las
           tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para bañarla y vestirla y sentaría
           en la sala a recibir la visita. Pero la paciencia y la devoción de Aureliano terminaron par seducirla,
           hasta el punto de que pasaba muchas horas con él estudiando el sentido de las letras y dibujando
           en un cuaderno con lápices de colores casitas can  vacas  en  los  corrales  y  sales  redondos  con
           rayas amarillas que se ocultaban detrás de las lomas.
              Sólo Rebeca era infeliz con la amenaza de Amaranta. Conocía el carácter de su hermana, la
           altivez de su espíritu, y la asustaba la virulencia de su rencor. Pasaba horas enteras chupándose
           el dedo en el baño, aferrándose a un agotador esfuerzo de voluntad  para  no  comer  tierra.  En
           busca de un alivio a la zozobra llamó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Después de
           un sartal de imprecisiones convencionales, Pilar Ternera pronosticó:
              -No serás feliz mientras tus padres permanezcan insepultos. Rebeca se estremeció. Cama en el
           recuerdo de un sueño se vio a sí misma entrando a  la  casa,  muy  niña,  con  el  baúl  y  el
           mecedorcito de madera y un talego cuyo contenido no conoció jamás. Se acordó de un caballero
           calvo, vestido de lino y con el cuello de la camisa cerrado con un botón de aro, que nada tenía
           que ver con el rey de capas. Se acordó de una mujer muy joven y muy bella, de manos tibias y
           perfumadas, que nada tenían en común can las manos reumáticas de la sota de oros, y que le
           ponía flores en el cabello para sacarla a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes.
              -No entienda -dijo.
              Pilar Ternera pareció desconcertada:
              -Yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
              Rebeca quedó tan preocupada con el enigma, que se lo cantó a José Arcadio Buendía y éste la
           reprendió por dar crédito a pronósticos de barajas, pera se dio a la silenciosa tarea de registrar
           armarios y baúles, remover muebles y voltear camas y entabladas, buscando el talega de huesos.
           Recordaba no haberla visto desde los tiempos de la reconstrucción. Llamó  en  secreta  a  los
           albañiles  y  una de ellas reveló que había emparedado el talego en algún dormitorio porque le
           estorbaba  para  trabajar.  Después  de varios días de auscultaciones, can la oreja pegada a las
           paredes, percibieron el clac clac profundo. Perforaron el muro y  allí  estaban  los  huesos  en  el
           talego intacto. Ese mismo día lo sepultaron en una tumba sin lápida, improvisada junta a la de
           Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía regresó a la casa liberado de una carga que por un momento
           pesó tanto en su conciencia como el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio
           un beso en la frente a Rebeca.
              -Quítate las malas ideas de la cabeza -le dijo-. Serás feliz. La amistad de Rebeca abrió a Pilar
           Ternera  las  puertas  de  la  casa,  cerradas por Úrsula desde el nacimiento de Arcadio. Llegaba a
           cualquier hora del día, como un tropel de cabras, y descargaba su energía febril en los oficios más
           pesados. A veces entraba al taller y ayudaba a Arcadio a sensibilizar las láminas del daguerrotipo
           con una eficacia y una ternura que terminaron par confundirlo. Lo aturdía esa mujer. La resolana
           de su piel, su alar a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro, perturbaban su atención y
           la hacían tropezar con las cosas.
              En cierta ocasión Aureliano estaba allí, trabajando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó en la
           mesa para admirar su paciente laboriosidad. De pronto ocurrió. Aureliano comprobó que Arcadio
           estaba en el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encontrarse can los ojos de Pilar Ternera,
           cuyo pensamiento era perfectamente visible, como expuesto a la luz del mediodía.
              -Bueno -dijo Aureliano-. Dígame qué es.
              Pilar Ternera se mordió los labios can una sonrisa triste.
              -Que eres bueno para la guerra -dijo-. Donde pones el ojo pones el plomo.




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