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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                             V





              Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el
           padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue la culminación de cuatro semanas de
           sobresaltos  en  casa  de  los  Moscote, pues la pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de
           superar los hábitos de la infancia. A pesar de que la madre la había aleccionado sobre los cambios
           de la adolescencia, una tarde de febrero irrumpió dando gritos de alarma en la sala donde sus
           hermanas conversaban con Aureliano, y les mostró el calzón embadurnado de  una  pasta
           achocolatada.  Se  fijó  un mes para la boda. Apenas si hubo tiempo de enseñarla a lavarse, a
           vestirse sola, a comprender los asuntos elementales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos
           calientes para corregirle el hábito de mojar la cama. Costó trabajo convencerla de la inviolabilidad
           del secreto conyugal, porque Remedios estaba tan aturdida y al mismo tiempo tan maravillada
           con la revelación, que quería comentar con todo el mundo los pormenores de la noche de bodas.
           Fue un esfuerzo agotador, pero en la fecha prevista para la ceremonia la niña era tan diestra en
           las cosas del mundo como cualquiera de sus hermanas. Don Apolinar Moscote la llevó del brazo
           por la calle adornada con flores y guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la música de
           varias bandas, y ella saludaba con la mano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le
           deseaban  buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido de paño negro, con los mismos
           botines de charol con ganchos metálicos que había de llevar pocos años después frente al pelotón
           de  fusilamiento,  tenía  una  palidez  intensa  y  una bola dura en la garganta cuando recibió a su
           novia en la puerta de la casa y la llevó al altar. Ella se comportó con tanta naturalidad, con tanta
           discreción, que no perdió la compostura ni siquiera cuando Aureliano dejó caer el anillo al tratar
           de ponérselo. En medio del murmullo y el principio de confusión de los convidados, ella mantuvo
           en alto el brazo con el mitón de encaje y permaneció con el anular dispuesto, hasta que su novio
           logró parar el anillo con el botín para que no  siguiera  rodando  hasta  la  puerta,  y  regresó
           ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas sufrieron tanto con el temor de que la niña hiciera
           una incorrección durante la ceremonia, que al  final  fueron  ellas  quienes  cometieron  la
           impertinencia de cargarla para darle un beso. Desde aquel día se reveló el sentido de res-
           ponsabilidad, la gracia natural, el reposado dominio que siempre había de tener Remedios ante
           las circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciativa puso aparte la mejor porción
           que cortó del pastel de bodas y se la llevó en un plato con un tenedor a José Arcadio Buendía.
           Amarrado al tronco del castaño, encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palmas,
           el enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de gratitud y se comió
           el pastel con los dedos masticando un salmo  ininteligible.  La  única  persona  infeliz  en  aquella
           celebración estrepitosa, que se prolongó hasta el amanecer del lunes, fue Rebeca Buendía. Era su
           fiesta frustrada. Por acuerdo de Úrsula, su matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero
           Pietro Crespi recibió el viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. La
           boda se aplazó. Pietro Crespi se fue para la capital de la provincia una hora después de recibir la
           carta, y en el camino se cruzó con su madre que llegó puntual la noche del sábado y cantó en la
           boda de Aureliano el aria triste que había preparado para la boda de su hijo. Pietro Crespi regresó
           a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco
           caballos en el camino tratando de estar en tiempo para su boda. Nunca se averiguó quién escribió
           la carta. Atormentada por Úrsula, Amaranta lloró de indignación y juró su inocencia frente al altar
           que los carpinteros no habían acabado de desarmar.
              El padre Nicanor Reyna -a quien don Apolinar Moscote había llevado de la ciénaga para que
           oficiara la boda- era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Tenía la piel triste,
           casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que
           era más de inocencia que de bondad. Llevaba el propósito de regresar a su parroquia después de
           la  boda, pero se espantó con la aridez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el
           escándalo, sujetos a la ley natural, sin bautizar a los hijos ni santificar las fiestas. Pensando que a
           ninguna tierra le hacía tanta falta la simiente de Dios, decidió quedarse una semana más para
           cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadie


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