Page 38 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           buena salud por el corredor de las begonias. Cantaba desde el amanecer. Fue  ella  la  única
           persona  que  se  atrevió  a  mediar  en  las disputas de Rebeca y Amaranta. Se echó encima la
           dispendiosa tarea de atender a José Arcadio Buendía. Le llevaba los alimentos, lo asistía en sus
           necesidades cotidianas, lo lavaba con jabón y estropajo, le mantenía limpio de piojos y liendres
           los cabellos y la barba, conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo reforzaba con lonas
           impermeables en tiempos de tormenta. En sus últimos meses había logrado comunicarse con él
           en frases de latín rudimentario. Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a
           la casa y bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió que
           fuera considerado como su lujo mayor. Su instinto maternal sorprendió a Úrsula. Aureliano, por
           su parte, encontró en ella la justificación que le hacía falta para vivir. Trabajaba todo el día en el
           taller y Remedios le llevaba a media mañana un tazón de café sin azúcar. Ambos visitaban todas
           las noches a los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro  interminables  partidos  de  dominó,
           mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de gente
           mayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de don Apolinar Moscote. En
           frecuentes viajes a la capital de la provincia consiguió que el gobierno construyera una escuela
           para que la atendiera Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. Logró por
           medio de la persuasión que la mayoría de las casas fueran pintadas de azul para la fiesta de la
           independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el traslado  de  la  tienda  de
           Catarino  a  una  calle apartada, y clausuró varios lugares de escándalo que prosperaban en el
           centro de la población. Una vez regresó con seis policías armados de fusiles a quienes encomendó
           el mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de no tener gente
           armada en el pueblo. Aureliano se complacía de la eficacia de su suegro. «Te vas a poner tan
           gordo  como  él», le decían sus amigos. Pero el sedentarismo que acentuó sus pómulos y
           concentró el fulgor de sus ojos, no aumentó su peso ni alteró la parsimonia de su carácter, y por
           el contrario endureció en sus labios la línea recta de la meditación solitaria y la  decisión
           implacable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar en la familia de
           ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo, hasta Rebeca y Amaranta hicieron
           una tregua para tejer en lana azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer. Fue
           ella la última persona en que pensó Arcadio, pocos años  después,  frente  al  pelotón  de
           fusilamiento.
              Úrsula dispuso un duelo de puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni salida para nadie como
           no fuera para asuntos indispensables; prohibió hablar en voz alta  durante  un  ano,  y  puso  el
           daguerrotipo de Remedios en el lugar en que se veló el cadáver, con una cinta negra terciada y
           una lámpara de aceite encendida para siempre. Las generaciones futuras,  que  nunca  dejaron
           extinguir  la  lámpara,  habían  de  desconcertarse ante aquella niña de faldas rizadas, botitas
           blancas y lazo de organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la imagen académica
           de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano José. Lo adoptó como un hijo que había
           de compartir su soledad, y aliviarla del láudano involuntario que echaron sus súplicas desatinadas
           en el café de Remedios. Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el
           sombrero, y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido
           negro con mangas hasta los puños. Habría sido tan irreverente la  sola  idea  de  pensar  en  una
           nueva  fecha para la boda, que el noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de
           cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las
           lámparas  para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte. Perdido el rumbo,
           completamente desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.
              De pronto cuando el duelo llevaba tanto tiempo que ya se habían reanudado las sesiones de
           punto de cruz- alguien empujó la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio mortal del
           calor, y los horcones se estremecieron con tal fuerza en los cimientos, que  Amaranta  y  sus
           amigas  bordando  en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dormitorio, Úrsula en la
           cocina, Aureliano en el taller y hasta José Arcadio Buendía bajo el castaño solitario, tuvieron la
           impresión  de  que  un  temblor  de tierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hombre
           descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la
           Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho  completamente
           bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretada esclava de cobre de los niños-
           en-cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines
           de un mulo, las mandíbulas férreas y la mirada triste. Tenía un cinturón dos veces más grueso
           que  la  cincha  de  un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su


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