Page 57 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           terrenal consiguió romper. Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color
           de plata antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el
           Judío  Errante  y  provocó  un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras de las
           ventanas para morir en los dormitorios. La última vez que alguien la vio con vida fue cuando
           mató de un tiro certero a un ladrón que trató de forzar la puerta de su casa. Salvo Argénida, su
           criada y confidente, nadie volvió a tener contacto con ella desde entonces. En un tiempo se supo
           que escribía cartas al Obispo, a quien consideraba como su primo hermano, pero nunca se dijo
           que hubiera recibido respuesta. El pueblo la olvidó.
              A pesar de su regreso triunfal, el coronel Aureliano Buendía no se entusiasmaba  con  las
           apariencias. Las tropas del gobierno abandonaban las plazas sin resistencia, y eso suscitaba en la
           población liberal una ilusión de victoria que no convenía  defraudar,  pero  los  revolucionarios
           conocían  la  verdad,  y más que nadie el coronel Aureliano Buendía. Aunque en ese momento
           mantenía más de cinco mil hombres bajo su mando  y  dominaba  dos  estados  del  litoral,  tenía
           conciencia de estar acorralado contra el mar, y metido en una situación política tan confusa que
           cuando ordenó restaurar la torre de la iglesia desbaratada por un cañonazo del ejército, el padre
           Nicanor comentó en su lecho de enfermo: «Esto es un disparate: los defensores de la fe de Cristo
           destruyen el templo y los masones lo mandan componer.» Buscando una tronera de  escape
           pasaba horas y horas en la oficina telegráfica, conferenciando con los jefes de otras plazas, y
           cada vez salía con la impresión más definida  de  que  la  guerra  estaba  estancada.  Cuando  se
           recibían noticias de nuevos triunfos liberales se proclamaban con bandos de júbilo, pero él medía
           en los mapas su verdadero alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la
           selva,  defendiéndose  de  la  malaria  y  los mosquitos, avanzando en sentido contrario al de la
           realidad. «Estamos perdiendo el tiempo -se quejaba ante sus oficiales-. Estaremos perdiendo el
           tiempo mientras los carbones del partido estén mendigando un asiento en el  congreso.»  En
           noches  de  vigilia,  tendido  boca  arriba  en  la hamaca que colgaba en el mismo cuarto en que
           estuvo condenado a muerte, evocaba la imagen de los abogados vestidos de negro que
           abandonaban  el  palacio  presidencial  en el hielo de la madrugada con el cuello de los abrigos
           levantado  hasta  las orejas, frotándose las manos, cuchicheando, refugiándose en los cafetines
           lúgubres del amanecer, para especular sobre lo que quiso decir el presidente cuando dijo que sí,
           o  lo  que  quiso  decir  cuando  dijo  que no, y para suponer inclusive lo que el presidente estaba
           pensando cuando dijo una cosa enteramente distinta, mientras él espantaba mosquitos a treinta
           y cinco grados de temperatura, sintiendo aproximarse al alba temible en que tendría que dar a
           sus hombres la orden de tirarse al mar.
              Una noche de incertidumbre en que Pilar Ternera cantaba en el patio con la tropa, él pidió que
           le leyera el porvenir en las barajas. «Cuídate la boca -fue todo lo que sacó en claro Pilar Ternera
           después de extender y recoger los naipes tres veces-. No sé lo que quiere decir, pero la señal es
           muy clara:
              cuídate la boca.» Dos días después alguien le dio a un ordenanza un tazón de café sin azúcar,
           y el ordenanza se lo pasó a otro, y éste a otro, hasta que llegó de mano en mano al despacho del
           coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que estaba ahí, el coronel se lo tomó.
           Tenía una carga de nuez vómica suficiente para matar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa
           estaba tieso y arqueado y tenía la lengua partida entre los dientes. Úrsula  se  lo  disputó  a  la
           muerte. Después de limpiarle el estómago con vomitivos, lo envolvió en frazadas calientes y le
           dio  claras  de  huevos  durante  dos  días, hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura
           normal.  Al  cuarto  día  estaba fuera de peligro. Contra su voluntad, presionado por Úrsula y los
           oficiales, permaneció en la cama una semana más. Sólo entonces supo que no habían quemado
           sus versos. «No me quise precipitar -le explicó Úrsula-. Aquella noche, cuando iba a prender el
           horno, me dije que era mejor esperar que trajeran el cadáver.» En la neblina de la convalecencia,
           rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios,  el  coronel  Aureliano  Buendia  evocó  en  la
           lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir. Durante muchas
           horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió  en  versos  rimados  sus
           experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo
           examinarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
              -Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
              -Por  qué  ha de ser, compadre contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido
           liberal.




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