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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez




                                                            VII





              En mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en
           una proclama altisonante que prometía un despiadado castigo para los promotores de la rebelión,
           el  coronel Aureliano Buendía cayó prisionero cuando estaba a punto de alcanzar la frontera
           occidental  disfrazado  de  hechicero indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron en la
           guerra, catorce murieron en combate, seis estaban heridos, y  sólo  uno  lo  acompañaba  en  el
           momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la captura fue dada en
           Macondo con un bando extraordinario. «Está vivo -le informó Úrsula a su marido-. Roguemos a
           Dios para que sus enemigos tengan clemencia.» Después de tres días de llanto, una tarde en que
           batía un dulce de leche en la cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era
           Aureliano -gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo-. No sé cómo ha sido el
           milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto.» Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la
           casa  y  cambiar  la posición de los muebles. Una semana después, un rumor sin origen que no
           sería respaldado por el bando, confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía
           había sido condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento de
           la población. Un lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba vistiendo a Aureliano
           José, cuando percibió un tropel remoto y un toque de corneta, un segundo antes de que Úrsula
           irrumpiera en el cuarto con un grito: «Ya lo traen.» La tropa pugnaba por someter a culatazos a
           la muchedumbre desbordada. Úrsula y Amaranta corrieron hasta la esquina, abriéndose paso a
           empellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la
           barba enmarañados, y estaba descalzo. Caminaba sin sentir el polvo abrasante, con las manos
           amarradas a la espalda con una soga que sostenía en la cabeza de su montura un oficial de a
           caballo. Junto a él, también astroso y derrotado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No
           estaban  tristes.  Parecían  más  bien  turbados por la muchedumbre que gritaba a la tropa toda
           clase de improperios.
              -¡Hijo mío! -gritó Úrsula en medio de la algazara, y le dio un manotazo al soldado que trató de
           detenerla. El caballo del oficial se encabritó. Entonces el  coronel  Aureliano  Buendía  se  detuvo,
           trémulo, esquivó los brazos de su madre y fijó en sus ojos una mirada dura.
              -Váyase a casa, mamá -dijo-. Pida permiso a las autoridades y venga a verme a la cárcel.
              Miró  a  Amaranta, que permanecía indecisa a dos pasos detrás de Úrsula, y le sonrió al
           preguntarle: «¿Qué te pasó en la mano?» Amaranta levantó la mano con la venda negra. «Una
           quemadura», dijo, y apartó a Úrsula para que no la atropellaran los caballos. La tropa disparó.
           Una guardia especial rodeó a los prisioneros y los llevó al trote al cuartel.
              Al atardecer, Úrsula visitó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había tratado de conseguir
           el permiso a través de don Apolinar Moscote, pero éste había perdido toda autoridad frente a la
           omnipotencia de los militares. El padre Nicanor estaba postrado por una calentura hepática. Los
           padres  del  coronel  Gerineldo  Márquez, que no estaba condenado a muerte, habían tratado de
           verlo  y  fueron rechazados a culatazos. Ante la imposibilidad de conseguir intermediarios,
           convencida de que su hijo sería fusilado al amanecer, Úrsula hizo un envoltorio con las cosas que
           quería llevarle y fue sola al cuartel.
              -Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -se anunció. Los centinelas le cerraron el paso.
           «De todos modos voy a entrar -les advirtió Úrsula-. De manera que si tienen orden de disparar,
           empiecen de una vez.» Apartó a uno de un empellón y entró a la antigua sala de clases, donde un
           grupo  de  soldados  desnudos  engrasaban  sus armas, Un oficial en uniforme de campaña,
           sonrosado, con lentes de cristales muy gruesos y ademanes ceremoniosos, hizo a los centinelas
           una señal para que se retiraran.
              -Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -repitió Úrsula.
              -Usted querrá decir -corrigió el oficial con una sonrisa amable- que es la señora madre  del
           señor Aureliano Buendía.





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