Page 55 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           del alba, con unos pantalones que habían sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al
           muro  y  tenía  las  manos  apoyadas  en la cintura porque los nudos ardientes de las axilas le
           impedían bajar los brazos «Tanto joderse uno -murmuraba el coronel Aureliano Buendía-. Tanto
           joderse para que lo maten a uno seis maricas si poder hacer nada,» Lo repetía con tanta rabia,
           que casi parece fervor, y el capitán Roque Carnicero se conmovió porque  creyó  que  estaba
           rezando. Cuando el pelotón lo apuntó, la rabia se había materializado en una sustancia viscosa y
           amarga que le adormeció la lengua y lo obligó  a  cerrar  los  ojos.  Entonces  desapareció  el
           resplandor de aluminio del amanecer, y volvió verse a sí mismo, muy niño, con pantalones cortos
           y un lazo en el cuello, y vio a su padre en una tarde espléndida conduciéndolo al interior de la
           carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el grito, creyó que era orden final al pelotón. Abrió los ojos con
           una curiosidad de escalofrío, esperando encontrarse con la trayectoria incandescente de  los
           proyectiles, pero sólo encontró capitán Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio
           atravesando la calle con su escopeta pavorosa lista para disparar.
              -No  haga  fuego  -le  dijo  el capitán a José Arcadico. Usted viene mandado por la Divina
           Providencia.
              Allí empezó otra guerra. El capitán Roque Carnicero y sus seis  hombres  se  fueron  con  el
           coronel Aureliano Buendía a liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte
           en Riohacha. Pensaron ganar tiempo atravesando la sierra por el camino que siguió José Arcadio
           Buendía para fundar a Macondo, pero antes de una semana se convencieron de que era  una
           empresa  imposible.  De modo que tuvieron que hacer la peligrosa ruta de las estribaciones, sin
           más municiones que las del pelotón de fusilamiento. Acampaban cerca de los pueblos, y uno de
           ellos, con un pescadito de oro en la mano, entraba disfrazado a pleno día y hacia contacto con los
           liberales en reposo, que a la mañana siguiente salían a cazar y no regresaban nunca.  Cuando
           avistaron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general Victorio Medina había sido fusilado.
           Los hombres del coronel Aureliano Buendía lo proclamaron jefe de las fuerzas revolucionarias del
           litoral del Caribe, con el grado de general. Él asumió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso
           a sí mismo la condición de no aceptarlo mientras no derribaran el régimen conservador. Al cabo
           de tres meses habían logrado armar a más de mil  hombres,  pero  fueron  exterminados.  Los
           sobrevivientes alcanzaron la frontera oriental. La próxima vez que se supo de ellos habían
           desembarcado en el Cabo de la Vela, procedentes del archipiélago de las Antillas, y un parte del
           gobierno divulgado por telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el país,  anunció  la
           muerte del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un telegrama múltiple que casi le
           dio alcance al anterior, anunciaba otra rebelión en los llanos del sur. Así empezó la leyenda de la
           ubicuidad del coronel Aureliano Buendía. Informaciones simultáneas y contradictorias  lo
           declaraban victorioso en Villanueva, derrotado en Guacamayal, demorado por los  indios
           Motilones, muerto en una aldea de la ciénaga y otra vez sublevado en Urumita. Los dirigentes
           liberales  que  en  aquel  momento estaban negociando una participación en el parlamento, lo
           señalaron como un aventurero sin representación de partido. El gobierno nacional lo asimiló a la
           categoría  de  bandolero  y  puso  a  su cabeza un precio de cinco mil pesos. Al cabo de dieciséis
           derrotas, el coronel Aureliano Buendía salió de la Guajira con dos mil indígenas bien armados, y
           la guarnición sorprendida durante el sueño abandonó Riohacha. Allí estableció su cuartel general,
           y proclamó la guerra total contra el régimen. La primera notificación que recibió del gobierno fue
           la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez en el término de cuarenta y ocho horas, si no
           se replegaba con sus fuerzas hasta la frontera oriental. El coronel Roque Carnicero, que entonces
           era jefe de su estado mayor, le entregó el telegrama con un gesto de consternación, pero él lo
           leyó con imprevisible alegría.
              ¡Qué bueno! -exclamó-. Ya tenemos telégrafo en Macondo.
              Su respuesta fue terminante. En tres meses esperaba establecer su cuartel general en
           Macondo. Si entonces no encontraba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilaría sin fórmula de
           juicio a toda la oficialidad que tuviera prisionera en ese momento, empezando por los generales,
           e impartiría órdenes a sus subordinados para que procedieran en igual forma hasta el término de
           la guerra. Tres meses después, cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo que recibió
           en el camino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez.
              La casa estaba llena de niños. Úrsula había recogido a Santa Sofía de la Piedad, con la hija
           mayor  y  un  par  de gemelos que nacieron cinco meses después del fusilamiento de Arcadio.
           Contra la última voluntad del fusilado, bautizó a la niña con el nombre de Remedios. «Estoy
           segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir -alegó-. No la pondremos Úrsula, porque se sufre


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