Page 53 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Úrsula reconoció en su modo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páramo,
           los cachacos.
              -Como usted diga, señor -admitió-, siempre que me permita verlo.
              Había órdenes superiores de no permitir visitas a los  condenados  a  muerte,  pero  el  oficial
           asumió  la  responsabilidad  de  concederle una entrevista de quince minutos. Úrsula le mostró lo
           que  llevaba en el envoltorio: una muda de ropa limpia los botines que se puso su hijo para la
           boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el día en que presintió su regreso. Encontró
           al coronel Aureliano Buendía en el cuarto del cepo, tendido en un catre y con los brazos abiertos,
           porque tenía las axilas empedradas de golondrinos. Le habían permitido afeitarse. El bigote denso
           de puntas retorcidas acentuaba la angulosidad de sus pómulos. A Úrsula le pareció que estaba
           más pálido que cuando se fue, un poco más alto y más solitario que nunca. Estaba enterado de
           los  pormenores de la casa: el suicidio de Pietro Crespi, las arbitrariedades y el fusilamiento de
           Arcadio,  la  impavidez  de  José  Arcadio Buendía bajo el castaño. Sabía que Amaranta había
           consagrado su viudez de virgen a la crianza de Aureliano José, y que éste empezaba a dar mues-
           tras de muy buen juicio y leía y escribía al  mismo  tiempo  que  aprendía  a  hablar.  Desde  el
           momento en que entró al cuarto, Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura
           de dominio, por el resplandor de autoridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan
           bien informado. «Ya sabe usted que soy adivino -bromeó él. Y agregó en serio-:
              Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por todo esto.»
           En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él  estaba  concentrado  en  sus  pen-
           samientos, asombrado de la forma en que había envejecido el pueblo en un año. Los almendros
           tenían las hojas rotas. Las casas pintadas de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar
           de azul, habían terminado por adquirir una coloración indefinible.
              -¿Qué esperabas? -suspiró Úrsula-. El tiempo pasa.
              -Así es -admitió Aureliano-, pero no tanto.
              De este modo, la visita tanto tiempo esperada, para  la  que  ambos  habían  preparado  las
           preguntas e inclusive previsto las respuestas, fue otra vez la conversación cotidiana de siempre.
           Cuando el centinela anunció el término de la entrevista, Aureliano sacó de debajo de la estera del
           catre un rollo de papeles sudados. Eran sus  versos.  Los  inspirados  por  Remedios,  que  había
           llevado  consigo  cuando  se  fue,  y  los escritos después, en las azarosas pausas de la guerra.
           «Prométame que no los va a leer nadie -dijo-. Esta misma noche encienda el horno con ellos.»
           Úrsula lo prometió y se incorporó para darle un beso de despedida.
              -Te traje un revólver -murmuró.
              El coronel Aureliano Buendia comprobó que el centinela no estaba a la vista. «No me sirve de
           nada -replicó en voz baja-. Pero démelo, no sea que la registren a la salida.»  Úrsula  sacó  el
           revólver del corpiño y él lo puso debajo de la estera del catre. «Y ahora no se despida -concluyó
           con un énfasis calmado-. No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me
           fusilaron hace mucho tiempo.» Úrsula se mordió los labios para no llorar.
              -Ponte piedras calientes en los golondrinos -dijo.
              Dio media vuelta y salió del cuarto. El coronel Aureliano Buendía permaneció de pie, pensativo,
           hasta  que  se  cerró  la  puerta. Entonces volvió a acostarse con los brazos abiertos. Desde el
           principio de la adolescencia, cuando empezó a ser consciente de sus presagios, pensó  que  la
           muerte había d< anunciarse con una  señal  definida,  inequívoca,  irrevocable,  pero  le  faltaban
           pocas horas para morir, y la señal no llegaba. En cierta ocasión una mujer muy bella entró a su
           campamento de  Tucurinca y pidió a los centinelas que le  permitieran  verlo.  La  dejaron  pasar,
           porque conocían el fanatismo de algunas madres que enviaban a sus hijas al dormitorio de los
           guerreros  más  notables,  según  ellas  mismas decían, para mejorar la raza. El coronel Aureliano
           Buendía  estaba  aquella  noche  terminando  e poema del hombre que se había extraviado en la
           lluvia, cuando la muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner la hoja en la gaveta
           con  llave  donde  guardaba  sus  versos. Y entonces lo sintió. Agarró la pistola en la gaveta sin
           volver la cara.
              -No dispare, por favor -dijo.
              Cuando  se  volvió  con  la  pistola montada, la muchacha había bajado la suya y no sabía qué
           hacer. Así había logrado eludir cuatro de once emboscadas. En cambio,  alguien  que  nunca  fu
           capturado entró una noche al cuartel revolucionario de Manaure y asesinó a  puñaladas  a  su
           intimo  amigo,  el coronel Magnífico Visbal, a quien había cedido el catre para que sudar una
           calentura. A pocos metros, durmiendo en una hamaca e el mismo cuarto, él no se dio cuenta de


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