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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           «Cumplimos con bautizarlos», decía Úrsula, anotando en una libreta el nombre y la dirección de
           las madres y el lugar y fecha de nacimiento de los niños. «Aureliano ha de llevar bien sus cuen-
           tas, así que será él quien tome las determinaciones cuando regrese.» En el curso de un almuerzo,
           comentando con el general Moncada aquella desconcertante proliferación, expresó  el  deseo  de
           que el coronel Aureliano Buendía volviera alguna vez para reunir a todos sus hijos en la casa.
              -No se preocupe, comadre -dijo enigmáticamente el general Moncada-. Vendrá más pronto de
           lo que usted se imagina.
              Lo que el general Moncada sabía, y que no quiso revelar en el almuerzo, era que el coronel
           Aureliano Buendía estaba ya en camino para ponerse al frente de la  rebelión  más  prolongada,
           radical y sangrienta de cuantas se habían intentado hasta entonces.
              La situación volvió a ser tan tensa como en los meses que precedieron a la primera guerra. Las
           riñas de gallos, animadas por el propio alcalde, fueron suspendidas. El capitán Aquiles Ricardo,
           comandante de la guarnición, asumió en la práctica el poder municipal. Los liberales lo señalaron
           como un provocador. «Algo tremendo va a ocurrir -le decía Úrsula a Aureliano José. No salgas a
           la calle después de las seis de la tarde.» Eran súplicas inútiles. Aureliano José, al igual  que
           Arcadio en otra época, había dejado de pertenecerle. Era como  si  el  regreso  a  la  casa,  la
           posibilidad de existir sin molestarse por las urgencias cotidianas, hubieran despertado en él la vo-
           cación concupiscente y desidiosa de su tío José Arcadio. Su pasión por Amaranta se extinguió sin
           dejar cicatrices. Andaba un poco al garete, jugando billar, sobrellevando su soledad con mujeres
           ocasionales, saqueando los resquicios donde Úrsula olvidaba el dinero traspuesto. Terminó por no
           volver  a  la  casa sino para cambiarse de ropa. «Todos son iguales -se lamentaba Úrsula-. Al
           principio se crían muy bien, son obedientes y formales y parecen incapaces de matar una mosca,
           y apenas les sale la barba se tiran a la perdición.» Al contrario de Arcadio, que nunca conoció su
           verdadero origen, él se enteró de que era hijo de Pilar Ternera, quien le había colgado una ha-
           maca para que hiciera la siesta en su casa. Eran, más que madre e hijo, cómplices en la soledad.
           Pilar Ternera había perdido el rastro de toda esperanza. Su risa había adquirido tonalidades de
           órgano, sus senos habían sucumbido al tedio de las caricias eventuales, su vientre y sus muslos
           habían sido víctimas de su irrevocable destino de mujer repartida, pero su corazón envejecía sin
           amargura. Gorda, lenguaraz, con ínfulas de matrona en desgracia, renunció a la ilusión estéril de
           las barajas y encontró un remanso de consolación en los amores  ajenos.  En  la  casa  donde
           Aureliano José dormía la siesta, las muchachas del vecindario recibían a sus amantes casuales.
           «Me prestas el cuarto, Pilar», le decían simplemente, cuando ya estaban dentro. «Por supuesto»,
           decía Pilar. Y si alguien estaba presente, le explicaba:
              -Soy feliz sabiendo que la gente es feliz en la cama.
              Nunca  cobraba  el servicio. Nunca negaba el favor, como no se lo negó a los incontables
           hombres  que  la  buscaron  hasta en el crepúsculo de su madurez, sin proporcionarle dinero ni
           amor,  y  sólo  algunas  veces placer. Sus cinco hijas, herederas de una semilla ardiente, se
           perdieron por los vericuetos de la vida desde la adolescencia. De los dos varones que alcanzó a
           pillar,  uno  murió  peleando en las huestes del coronel Aureliano Buendía y otro fue herido y
           capturado a los catorce años, cuando intentaba robarse un huacal de gallinas en un pueblo de la
           ciénaga. En cierto modo, Aureliano José file el hombre alto y moreno que durante medio siglo le
           anunció el rey de copas, y que como todos los enviados de las barajas llegó a su corazón cuando
           ya estaba marcado por el signo de la muerte. Ella lo vio en los naipes.
              -No salgas esta noche -le dijo-. Quédate a dormir aquí, que Carmelita Montiel se ha cansado
           de rogarme que la meta en tu cuarto.
              Aureliano José no captó el profundo sentido de súplica que tenía aquella oferta.
              -Dile que me espere a la medianoche -dijo.
              Se fue al teatro, donde una compañía española anunciaba El puñal del Zorro, que en realidad
           era la obra de Zorrilla con el nombre cambiado por orden del capitán Aquiles Ricardo, porque los
           liberales les llamaban godos a los conservadores. Sólo en el momento de entregar el boleto en la
           puerta, Aureliano José se dio cuenta de que el capitán Aquiles Ricardo, con dos soldados armados
           de fusiles, estaba cateando a la concurrencia. «Cuidado, capitán -le advirtió Aureliano José-. To-
           davía no ha nacido el hombre que me ponga las manos encima.» El capitán intentó catearlo por la
           fuerza, y Aureliano José, que andaba desarmado, se echó a correr. Los soldados desobedecieron
           la orden de disparar. «Es un Buendía», explicó uno de ellos. Ciego de furia, el capitán le arrebató
           entonces el fusil, se abrió en el centro de la calle, y apuntó.
              -¡Cabrones! -alcanzó a gritar-. Ojalá fuera el coronel Aureliano Buendía.


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