Page 69 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              El  coronel  Gerineldo  Márquez  acudió aquella tarde a un llamado telegráfico del coronel
           Aureliano Buendía. Fue una conversación rutinaria que no había de abrir ninguna brecha en la
           guerra  estancada. Al terminar, el coronel Gerineldo Márquez contempló las calles desoladas, el
           agua cristalizada en los almendros, y se encontró perdido en la soledad.
              -Aureliano -dijo tristemente en el manipulador-, está lloviendo en Macondo.
              Hubo un largo silencio en la línea. De pronto, los aparatos saltaron con los signos despiadados
           del coronel Aureliano Buendía.
              -No seas pendejo, Gerineldo -dijeron los signos-. Es natural que esté lloviendo en agosto.
              Tenían  tanto tiempo de no verse, que el coronel Gerineldo Márquez se desconcertó con la
           agresividad de aquella reacción. Sin embargo, dos meses después, cuando el coronel Aureliano
           Buendía volvió a Macondo, el desconcierto se transformó en estupor. Hasta Úrsula se sorprendió
           de cuánto había cambiado. Llegó sin ruido, sin escolta, envuelto en una manta a pesar del calor,
           y  con  tres  amantes  que  instaló  en  una misma casa, donde pasaba la mayor parte del tiempo
           tendido en una hamaca. Apenas si leía los despachos telegráficos que informaban de operaciones
           rutinarias. En cierta ocasión el coronel Gerineldo Márquez le pidió instrucciones para la
           evacuación de una localidad fronteriza que amenazaba con convertirse  en  un  conflicto  in-
           ternacional.
              -No me molestes por pequeñeces -le ordenó él-. Consúltalo con la Divina Providencia.
              Era tal vez el momento más critico de la guerra. Los terratenientes liberales, que al principio
           apoyaban  la  revolución,  habían suscrito alianzas secretas con los terratenientes conservadores
           para impedir la revisión de los títulos de propiedad. Los políticos que capitalizaban la  guerra
           desde el exilio habían repudiado públicamente las determinaciones drásticas del coronel Aureliano
           Buendía, pero hasta esa desautorización parecía tenerlo sin cuidado. No había vuelto a leer sus
           versos, que ocupaban más de cinco tomos, y que permanecían olvidados en el fondo del baúl. De
           noche, o a la hora de la siesta, llamaba a la hamaca a una de sus mujeres y obtenía de ella una
           satisfacción rudimentaria, y luego dormía con un sueño de piedra que no era perturbado por el
           más ligero indicio de preocupación. Sólo él sabía entonces que  su  aturdido  corazón  estaba
           condenado  para  siempre a la incertidumbre. Al principio, embriagado por la gloria del regreso,
           por  las  victorias  inverosímiles,  se  había  asomado  al abismo de la grandeza. Se complacía en
           mantener a la diestra al duque de Marlborough, su gran maestro en las artes de la guerra, cuyo
           atuendo de pieles y uñas de tigre suscitaban el respeto de los adultos y el asombro de los niños.
           Fue entonces cuando decidió que ningún ser humano, ni siquiera Úrsula, se  le  aproximara  a
           menas  de  tres  metros.  En el centro del círculo de tiza que sus edecanes trazaban dondequiera
           que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el desti-
           no del mundo. La primera vez que estuvo en Manaure después del fusilamiento del general
           Moncada se apresuró a cumplir la última voluntad de su víctima, y la viuda recibió los lentes, la
           medalla, el reloj y el anillo, pero no le permitió pasar de la puerta.
              -No entre, coronel -le dijo-. Usted mandará en su guerra, pero yo mando en mi casa.
              El coronel Aureliano Buendía no dio ninguna muestra de rencor, pero su espíritu sólo encontró
           el sosiego cuando su guardia personal saqueó y redujo a cenizas la casa de la viuda. «Cuídate el
           corazón, Aureliano -le decía entonces el coronel Gerineldo Márquez-. Te estás pudriendo vivo.»
           Por esa época convocó una segunda asamblea de los principales comandantes rebeldes. Encontró
           de todo: idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes comunes.
           Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador refugiado en la revuelta para escapar a un
           juicio por malversación de fondos. Muchos no sabían ni siquiera por qué peleaban. En medio de
           aquella  muchedumbre abigarrada, cuyas diferencias de criterio estuvieron a punto de provocar
           una explosión interna, se destacaba una autoridad tenebrosa: el general Teófilo Vargas. Era un
           indio puro, montaraz, analfabeto, dotado de una malicia taciturna y una vocación mesiánica que
           suscitaba en sus hombres un fanatismo demente. El coronel Aureliano Buendía  promovió  la
           reunión con el propósito de unificar el mando rebelde contra las maniobras de  los  políticos.  El
           general Teófilo Vargas se adelantó a sus intenciones: en pocas horas desbarató la coalición de los
           comandantes mejor calificados y se apoderó del mando central. «Es una fiera de cuidado -les dijo
           el coronel Aureliano Buendía a sus oficiales-. Para nosotros, ese hombre es más peligroso que el
           ministro de la Guerra.» Entonces un capitán muy joven que siempre se había distinguido por su
           timidez levantó un índice cauteloso:
              -Es muy simple, coronel -propuso-: hay que matarlo.




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