Page 75 - García Márquez - Cien años de soledad
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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



           traición -precisó Úrsula- y nadie le hizo la caridad de cerrarle los ojos.» Al anochecer vio a través
           de  las lágrimas los raudos y luminosos discos anaranjados que cruzaron el cielo como una
           exhalación, y pensó que era una señal de la muerte.
              Estaba todavía bajo el castaño, sollozando en las rodillas  de  su  esposo,  cuando  llevaron  al
           coronel  Aureliano  Buendía  envuelto  en  la  manta acartonada de sangre seca y con los ojos
           abiertos de rabia.
              Estaba fuera de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le metió
           por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado de yodo. «Esta es mi obra maestra -le
           dijo satisfecho-. Era el único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro
           vital.» El coronel Aureliano Buendía se vio rodeado de  novicias  misericordiosas  que  entonaban
           salmos desesperados por el eterno descanso de su alma, y entonces se arrepintió de no haberse
           dado el tiro en el paladar como lo tenía previsto, sólo por burlar el pronóstico de Pilar Ternera.
              -Si todavía me quedara autoridad -le dijo al doctor-, lo haría fusilar sin fórmula de juicio. No
           por salvarme la vida, sino por hacerme quedar en ridículo.
              El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos que
           inventaron  la  patraña  de  que había vendido la guerra por un aposento cuyas paredes estaban
           construidas con ladrillos de oro, definieron la tentativa de suicidio como un acto de honor, y lo
           proclamaron mártir. Luego, cuando rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la
           república,  hasta  sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que
           desconociera  los  términos  del  armisticio  y promoviera una nueva guerra. La casa se llenó de
           regalos  de  desagravio.  Tardíamente impresionado por el respaldo masivo de sus antiguos
           compañeros de armas, el coronel Aureliano Buendía no descartó la posibilidad de complacerlos. Al
           contrario, en cierto momento pareció tan entusiasmado con la idea de una nueva guerra que el
           coronel Gerineldo Márquez pensó que sólo esperaba un pretexto para proclamarla. El pretexto se
           le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de
           guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera
           revisado por una comisión especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. «Esto es
           un atropello -tronó el coronel Aureliano Buendía-. Se morirán  de  viejos  esperando  el  correo.»
           Abandonó por primera vez el mecedor que Úrsula le compró para la convalecencia, y  dando
           vueltas en la alcoba dictó un mensaje terminante para el presidente de la república. En  ese
           telegrama, que nunca fue publicado, denunciaba la primera violación del tratado de Neerlandia y
           amenazaba con proclamar la guerra a muerte si la asignación de las pensiones no era resuelta en
           el término de quince días. Era tan justa su actitud, que permitía esperar, inclusive, la adhesión de
           los antiguos combatientes conservadores. Pero la única respuesta del gobierno fue el refuerzo de
           la guardia militar que se había puesto en la puerta de la casa, con el pretexto de protegerla, y la
           prohibición  de  toda  clase  de  visitas.  Medidas similares se adoptaron en todo el país con otros
           caudillos de cuidado. Fue una operación tan oportuna, drástica y eficaz, que dos meses después
           del  armisticio,  cuando el coronel Aureliano Buendía fue dado de alta, sus instigadores más
           decididos  estaban  muertos  o expatriados, o habían sido asimilados para siempre por la
           administración pública.
              El  coronel  Aureliano  Buendía  abandonó  el cuarto en diciembre, y le bastó con echar una
           mirada al corredor para no volver a pensar en la, guerra. Con una vitalidad que parecía imposible
           a  sus años, Úrsula había vuelto a rejuvenecer la casa. «Ahora van a ver quién soy yo -dijo
           cuando supo que su hijo viviría-. No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que
           esta casa de locos.» La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores
           nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los  dormitorios  la  deslumbrante
           claridad  del  verano. Decretó el término de los numerosos lutos superpuestos, y ella misma
           cambió los viejos trajes rigurosos por ropas juveniles. La música de la pianola volvió a alegrar la
           casa. Al oírla, Amaranta se acordó de Pietro Crespi, de su gardenia  crepuscular  y  su  olor  de
           lavanda, y en el fondo de su marchito corazón floreció un rencor limpio, purificado por el tiempo.
           Una tarde en que trataba de poner orden en la sala, Úrsula pidió ayuda a los soldados que cus-
           todiaban la casa. El joven comandante de la guardia les concedió el permiso. Poco a poco, Úrsula
           les  fue  asignando  nuevas  tareas.  Los  invitaba  a comer, les regalaba ropas y zapatos y les
           enseñaba  a  leer  y  escribir. Cuando el gobierno suspendió la vigilancia, uno de ellos se quedó
           viviendo en la casa, y estuvo a su servicio por muchos años. El día de Año Nuevo, enloquecido
           por los desaires de Remedios, la bella, el joven comandante de la guardia amaneció muerto de
           amor junto a su ventana.


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