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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              Él le hizo una sonrisa distante, levantó la mano con todos los dedos extendidos, y sin decir una
           palabra  abandonó  la casa y se enfrentó a los gritos, vituperios y blasfemias que habían de
           perseguirlo hasta la salida del pueblo. Úrsula pasó la tranca en la puerta decidida a no quitarla en
           el resto de su vida. «Nos pudriremos aquí dentro -pensó-. Nos volveremos ceniza en esta casa sin
           hombres, pero no le daremos a este pueblo miserable el gusto de vernos llorar.» Estuvo toda la
           mañana buscando un recuerdo de su hijo en los más secretos rincones, y no pudo encontrarlo.
              El acto se celebró a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca en
           torno a la cual había de fundarse más tarde el pueblo de Neerlandia. Los delegados del gobierno
           y los partidos, y la comisión rebelde que entregó las armas, fueron servidos por  un  bullicioso
           grupo de novicias de hábitos blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por la lluvia.
           El coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más atormentado
           por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños, pues había llegado al
           término de toda esperanza, más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria. De acuerdo con lo
           dispuesto por él mismo, no hubo música, ni cohetes, ni campanas de júbilo, ni vítores, ni ninguna
           otra manifestación que pudiera alterar el carácter luctuoso del armisticio. Un fotógrafo ambulante
           que tomó el único retrato suyo que hubiera podido conservarse, fue obligado a destruir las placas
           sin revelarías.
              El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las firmas. En torno de la
           rústica mesa colocada en el centro de una remendada carpa de  circo,  donde  se  sentaron  los
           delegados,  estaban  los  últimos  oficiales  que permanecieron fieles al coronel Aureliano Buendía.
           Antes de tomar las firmas, el delegado personal del presidente de la república trató de leer en voz
           alta el acta de la rendición, pero el coronel Aureliano Buendía se opuso. «No perdamos el tiempo
           en formalismos», dijo, y se dispuso a firmar los pliegos sin leerlos. Uno de sus oficiales rompió
           entonces el silencio soporífero de la carpa.
              -Coronel -dijo-, háganos el favor de no ser el primero en firmar.
              El coronel Aureliano Buendía accedió. Cuando el documento dio la vuelta completa a la mesa,
           en medio de un silencio tan nítido que habrían podido descifrarse las firmas por el garrapateo de
           la pluma en el papel, el primer lugar estaba todavía en blanco. El coronel Aureliano Buendía se
           dispuso a ocuparlo.
              -Coronel -dijo entonces otro de sus oficiales-, todavía tiene tiempo de quedar bien.
              Sin inmutarse, el coronel Aureliano Buendía firmó la primera copia. No había acabado de firmar
           la última cuando apareció en la puerta de la carpa un coronel rebelde llevando del cabestro una
           mula cargada con dos baúles. A pesar de su extremada juventud, tenía un aspecto árido y una
           expresión paciente. Era el tesorero de la revolución  en  la  circunscripción  de  Macondo.  Había
           hecho un penoso viaje de seis días, arrastrando la mula muerta de hambre, para llegar a tiempo
           al armisticio. Con una parsimonia exasperante descargó los baúles, los abrió, y fue poniendo en la
           mesa, uno por uno, setenta y dos ladrillos de oro.  Nadie  recordaba  la  existencia  de  aquella
           fortuna. En el desorden del último año, cuando el mando central saltó en pedazos y la revolución
           degeneró  en una sangrienta rivalidad de caudillos, era imposible determinar ninguna res-
           ponsabilidad.  El  oro  de  la rebelión, fundido en bloques que luego fueron recubiertos de barro
           cocido, quedó fuera de todo control. El coronel Aureliano Buendía hizo incluir los setenta y dos
           ladrillos de oro en el inventario de la rendición, y clausuró el  acto  sin  permitir  discursos.  El
           escuálido adolescente permaneció frente a él, mirándolo a los ojos con sus serenos ojos color de
           almíbar.
              -¿Algo más? -le preguntó el coronel Aureliano Buendía.
              El joven coronel apretó los dientes.
              -El recibo -dijo.
              El coronel Aureliano Buendía se lo extendió de su  puño  y  letra.  Luego  tomó  un  vaso  de
           limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias, y se retiró a una tienda de cam-
           paña que le habían preparado por si quería descansar. Allí  se  quitó  la  camisa,  se  sentó  en  el
           borde del catre, y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el circulo de yodo
           que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula destapó la
           olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara tanto para hervir, y la encontró llena
           de gusanos
              -¡Han matado a Aureliano! -exclamó.
              Miró hacia el patio, obedeciendo a una costumbre de su soledad, y entonces vio a José Arcadio
           Buendía, empapado, triste de lluvia y mucho más viejo que  cuando  murió.  «Lo  han  matado  a


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