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Cien años de soledad
                                                                                     Gabriel  García Márquez



              El coronel Aureliano Buendía no se alarmó por la frialdad de la proposición, sino por la forma
           en que se anticipó una fracción de segundo a su propio pensamiento.
              -No esperen que yo dé esa orden -dijo.
              No  la  dio,  en efecto. Pero quince días después el general Teófilo Vargas fue despedazado a
           machetazos en una emboscada y el coronel Aureliano Buendía asumió el mando central.
              La misma noche en que su autoridad fue reconocida  por  todos  los  comandos  rebeldes,
           despertó sobresaltado, pidiendo a gritos una manta. Un frío interior que le rayaba las huesos y lo
           mortificaba inclusive a pleno salle impidió dormir bien varias meses, hasta que se le convirtió en
           una costumbre. La embriaguez del poder empezó  a  descomponerse  en  ráfagas  de  desazón.
           Buscando  un  remedio  contra el frío, hizo fusilar al joven oficial que propuso el asesinato del
           general Teófilo Vargas. Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las
           concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.
           Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba la gente
           que lo aclamaba en los pueblos vencidos, y que le parecía la misma que aclamaba al enemigo.
           Por todas partes encontraba adolescentes que lo miraban con sus propios ojos, que hablaban con
           su propia voz, que lo saludaban con la misma desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que
           decían ser sus hijos. Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca. Tuvo la convicción de
           que sus propios oficiales le mentían. Se peleó con el duque de Marlborough. «El mejor amigo -
           solía decir entonces- es el que acaba de morir.» Se cansó de la incertidumbre, del círculo vicioso
           de aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar, sólo que cada vez
           más viejo, más acabado, más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo. Siempre había alguien
           fuera del circulo de tiza. Alguien a quien le hacía falta dinero, que tenía un hijo con tos ferina o
           que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda
           de la guerra y que, sin embargo, se cuadraba con sus últimas reservas de energía para informar:
           «Todo normal, mi coronel.» Y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra
           infinita: que no pasaba nada. Solo, abandonado por los presagios, huyendo del frío que había de
           acompañarlo hasta la muerte, buscó un último refugio en Macondo, al calor de sus recuerdos más
           antiguos.  Era  tan  grave su desidia que cuando le anunciaron la llegada de una comisión de su
           partido autorizada para discutir la encrucijada de la guerra, él  se  dio  vuelta  en  la  hamaca  sin
           despertar por completo.
              -Llévenlos donde las putas -dijo.
              Eran seis abogados de levita y chistera que soportaban con un duro estoicismo el bravo sol de
           noviembre. Úrsula los hospedó en la casa. Se pasaban la mayor parte del día encerrados en el
           dormitorio, en conciliábulos herméticos, y al anochecer pedían una escolta y un conjunto  de
           acordeones y tomaban por su cuenta la tienda de Catarino. «No los molesten -ordenaba el
           coronel Aureliano Buendía-. Al fin y al cabo, yo sé lo que quieren.» A principios de diciembre, la
           entrevista  largamente  esperada,  que  muchos habían previsto coma una discusión interminable,
           se resolvió en menos de una hora.
              En  la calurosa sala de visitas, junto al espectro de la pianola amortajada con una sábana
           blanca, el coronel Aureliano Buendía no se sentó esta vez dentro del círculo de tiza que trazaron
           sus  edecanes.  Ocupó  una  silla  entre sus asesores políticos, y envuelto en la manta de lana
           escuchó en silencio las breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar
           a la revisión de los títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes
           liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical para
           obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones  de
           igualdad de derechos entre los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los
           hogares.
              -Quiere decir -sonrió el coronel Aureliano Buendía cuando terminó la lectura- que sólo estamos
           luchando por el poder.
              -Son reformas tácticas -replicó uno de los delegados-. Por ahora, lo esencial es ensanchar la
           base popular de la guerra. Después veremos.
              Uno de los asesores políticos del coronel Aureliano Buendía se apresuró a intervenir.
              -Es  un  contrasentido  -dijo-.  Si estas reformas son buenas, quiere decir que es bueno el
           régimen conservador. Si con ellas logramos ensanchar la base popular de la guerra, como dicen
           ustedes, quiere decir que el régimen tiene una amplia base popular. Quiere decir, en síntesis, que
           durante casi veinte años hemos estado luchando contra los sentimientos de la nación.




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